Salón del Libro de París 2006
El tipo parece un hombre normal. Nada en su gesticulación indica un síndrome grave, apenas un leve nerviosismo, el ansia tal vez. Una ansiedad compartida por el millar de personas que han hecho, hacen o harán la fila para entrar al Salón del Libro en París este año. El gigantismo del salón, en vez de alejar a todos esos hombres y mujeres de apariencia sana, sin muestras de inclinaciones al masoquismo, los atrae como la luz a las luciérnagas.
Sin embargo, al observar con más detenimiento a nuestro héroe, puede constatarse una aguda tensión: sus labios tiemblan, sus ojos miran de un lado a otro buscando en qué fijar la mirada, sus oídos están al acecho de un sonido salvador en medio del ruiderazo de los autos y el gentío. Es evidente: el hombre normal quiere hablar. Un deseo inocente que cualquiera puede tener, pero el cual necesita un interlocutor, el indispensable ''otro" si no se quiere hablar solo, hacerse ver, pasar por un loco. ¿Por qué diablos no se tiene derecho a hablar con uno mismo en voz alta?
Nuestro hombre titubea, no puede más, la duda primordial sale de sus labios en un susurro: ''debo o no debo", traducción pecadora de ''ser o no ser". ¿Qué debe o no debe un hombre normal en la fila del salón del libro? Desde luego, el pago de la entrada. Pero el precio no es para angustiar a nuestro protagonista. Ni a la hilera de hombres y mujeres que esperan, desbordantes de esperanza, la entrada al paraíso del libro.
Por fortuna, la vecina del hombre normal escucha su murmullo y se apresura a responder: ''debemos". El eterno femenino se expresa, puro, seráfico, sin las cortapisas de ''hoy yo lavo los platos, mañana tú" del ecologista contrario a la lavadora de platos eléctrica.
La comprensión es instantánea, la pareja está destinada: el oscuro deseo es común. Cómplices del mismo crimen, se reconocen y, sin perder un instante, se confiesan uno a otra, otro a una, a semejanza de Tristán e Isolda.
-Prefiero hacer la fila, usted me comprende, podría pasar en la que hacen las personalidades...
-Igual que yo. Sus palabras salen de mi boca. La novela que termino está solicitada por las más grandes editoriales del mundo.
-No quisiera ser indiscreto, pero, ¿podría usted decirme de qué editores habla?
-Bueno, la verdad, acabo de rechazar una proposición de Clair de Lune.
-¿Cómo? ¿Claro de qué?
-De Luna, ¿no conoce usted?
-La verdad, no, no he oído hablar. ¿Es caro publicarse ahí?
-Demasiado para los resultados que obtienen. Prefiero los libros publicados por La ballena que flota. Es una editorial donde uno saca provecho de su dinero.
-Su obra es sin duda un gran libro, quiero decir un buen tomo.
-Dos mil 327 páginas. No podía escribir menos para narrar Los ciclones del amor.
-¡Oh!, qué hermoso título. ¿La acción pasa en Jamaica?
En ese momento, al llegar a la billetería, su diálogo se interrumpió. Algo frustrado por no haber aún tenido la oportunidad de hablar de sus propias obras, nuestro héroe parecía buscar la ocasión de hacerlo. Sacó del bolso de su saco una pequeña plaquette de una veintena de páginas y, casi vergonzoso, ruborizándose, farfulló algunas palabras que se perdieron en el tumulto. La prolija novelista ni siquiera notó su gesto. Se dirigía rápidamente, con el paso de una soberana, hacia el corredor central del salón. Nuestro tímido protagonista comprendió que estaba olvidado por ella como un simple accidente de recorrido. Decidió, pues, detenerse en el estante de recepción y, dirigiéndose a la recepcionista, preguntó:
-¿Podría usted informarme dónde se encuentra el estante de La ballena que flota?
La muchacha abrió la guía, dio vuelta a las páginas, al fin, después de algunos instantes de búsqueda:
-¿Está seguro del nombre? ¿La ballena que flota? No hay ningún editor con ese nombre en nuestra guía. No debe existir.
Nuestro héroe penetró en el salón del libro, que este año tiene lugar en los inmensos hangares de la Porte de Versailles. Iba a poder recorrer los 500 estantes de editores expuestos y frotarse con los 160 mil visitantes previstos y los 3 mil autores esperados por los organizadores del salón.
Ah, el oscuro deseo de la escritura es altamente contagioso.