Editorial
EU: la hora de los migrantes
Por primera vez en la historia, la iniciativa política en Estados Unidos corresponde a los trabajadores latinoamericanos, mexicanos en su mayoría. Innumerables luchas y esfuerzos organizativos de muchas décadas han cristalizado en una movilización sin precedentes, pacífica pero contundente, en la que confluyen nacionalidades y ocupaciones diversas, así como una misma circunstancia: la de ser víctimas del aparato migratorio del gobierno estadunidense, que ha otorgado trato de criminales a quienes no han cometido más delitos, en su inmensa mayoría, que acudir al país vecino en busca de trabajo y realizar aportaciones incalculables a la economía y a la cultura.
El detonador del movimiento actual fue la infame ley Sensenbrenner, aprobada en diciembre por la Cámara de Representantes, que sentaba bases legales para la persecución implacable de los trabajadores extranjeros, castigos legales para las organizaciones humanitarias que los ayudaran por ejemplo, que dejan depósitos de agua en las rutas que utilizan los migrantes en los desiertos abrasantes de Arizona, el encarcelamiento de quienes permanecieran en ese país más tiempo que el estipulado en su visa, y la erección de muros en diversos tramos de la frontera con México.
Con enormes movilizaciones como telón de fondo en varias ciudades estadunidenses desde el 10 de marzo, que tuvieron un momento culminante en la concentración de medio millón de personas o más en el centro de Los Angeles el pasado fin de semana, la clase política del país vecino parece dar indicios de modificar sus enfoques tradicionales hacia los trabajadores migrantes: luego de décadas de racismo, xenofobia y paranoia, y de un discurso que los asociaba en automático con el terrorismo, el narcotráfico y la criminalidad simple, algunos funcionarios y legisladores empiezan a tener en cuenta que los trabajadores extranjeros, indocumentados o no, lejos de representar un problema, han sido una solución para la economía más poderosa del planeta, independientemente de que esa situación sea resultado de asimetrías económicas exasperantes y de rezagos sociales injustificables en los países de origen del flujo migratorio, México en primer lugar.
En este contexto, en el Comité Judicial del Senado estadunidense tuvo lugar el lunes un hecho significativo: se logró un acuerdo preliminar para legalizar la estancia de millón y medio de trabajadores agrícolas, y para otorgar unas 400 mil visas de trabajo temporal al año. El dato dio lugar a que algunos el gobierno foxista, por ejemplo echaran las campanas al vuelo y calcularan que es inminente un acuerdo migratorio integral y racional entre Estados Unidos y México. Pero las negociaciones legislativas en Washington están todavía en un estado embrionario y se-rían, en el mejor de los casos, un paliativo a todas luces insuficiente para la injusticia que padecen decenas de millones de trabajadores indocumentados en el país vecino. Por lo demás, el gobierno mexicano está tan marginado como siempre por decisión o por pusilanimidad propias de las decisiones que se tomen respecto de los migrantes.
Estos, en la circunstancia actual, tienen posibilidades reales de conseguir algo más que multas benévolas por haberse internado sin documentos en territorio estadunidense. En la medida en que profundicen y extiendan sus movilizaciones, pueden lograr su pleno reconocimiento como actores económicos fundamentales e irremplazables, tanto en el ámbito de la producción como en el del consumo, y avanzar a la consecución de los derechos humanos, laborales y sociales que les han sido negados desde siempre.
Los migrantes tienen la posibilidad real, en la presente coyuntura, de cambiar la percepción que de ellos tiene el resto de la sociedad estadunidense. Es tiempo que se reconozca que los trabajadores mexicanos y latinoamericanos en Estados Unidos no son criminales ni candidatos a perdones judiciales o legislativos. Son, en cambio, imprescindibles. Es su hora.