Usted está aquí: viernes 31 de marzo de 2006 Opinión Elizondo y la travesía de la escritura

Javier Aranda Luna

Elizondo y la travesía de la escritura

Es indiscutible que Salvador Elizondo fue, es, uno de los narradores más vitales de nuestro tiempo. No sólo por los temas extremos que tocó en su literatura, sino por las formas de escritura ensayadas por él. Así como abrevó en otras tradiciones literarias su prosa se nutrió de manera significativa con el cine, la pintura, la fotografía. Su libro más emblemático, Farebeuf o la crónica de un instante, además de ser el punto más alto de su narrativa es, también, su mayor acercamiento a la imagen como recurso narrativo. Ese libro está armado como una sucesión de imágenes cinematográficas cuya vecindad construye buena parte del discurso narrativo.

-Claro -me dijo un día Elizondo en el patio de su casa-, Farabeuf le debe mucho al Ulises de Joyce, a Finnegans wake, a Bataille, pero, también, a Serguei Eisenstein y a la escritura china.

Esa novela o, quizá, esa antinovela recupera un instante con imágenes que se despliegan ante el lector. Una casa en París, o mejor, una estancia, una playa, un teatro son los escenarios de un acto, de un instante, que no vemos porque la muerte es irrepresentable. Si resulta imposible vivirla, la ausencia de la vida es también el límite infranqueable de toda literatura. No abundan en nuestra tradición literaria -y no sólo en la nuestra-, escritores que busquen y se arriesguen haciendo libros experimentales. Ahora recuerdo sólo a Juan Rulfo con Pedro Páramo, a Carlos Fuentes con La región más transparente y a Salvador Elizondo con Farabeuf y El hipogeo secreto aunque, claro, no podría olvidar, en materia de poesía a Octavio Paz con Blanco una apuesta experimental que aún nos sacude y que este año, por cierto, cumple 40 de haber sido escrita.

La literatura experimental siempre será un riesgo, pues para los lectores comunes puede resultar, en ocasiones, inaccesible. Basta pensar en el Ulises de Joyce, cuya primera página fue traducida al español, y no es una casualidad, por el mismo Elizondo. Pero a éste nunca le preocuparon demasiado los lectores. Escribió por gusto, por el mero gusto de decir, de expresar y llevar al límite el ejercicio de escritura. Por eso me asombra que Farabeuf haya saltado el círculo de los happy fews y cuente con varias ediciones en varias editoriales.

Es conocida la afición que tuvo Elizondo, como Ezra Pound, por la escritura china: los ideogramas son hijos de imágenes superpuestas o enfrentadas que sirven para construir una idea. Signos trazados con pincel. La muerte y el placer son, creo, los signos, las ideas que este grafógrafo trazó con minucia de cirujano en Farabeuf, obra que también fue, es, límite, provocación, forma para subvertir al mundo, mecanismo para el juego y para conjurar al tiempo: travesía de la escritura, constancia de vida que dura lo que dura un instante, un parpadeo. ¿Así es más real? A Elizondo le sobreviven su mujer, la estupenda fotógrafa Paulina Lavista, hijos, nietos y un libro, Farabeuf que, parece, contiúa multiplicando lectores.

 
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