Vergüenzas legislativas y ejecutivas
Reconozco que no me resulta fácil entender los misterios de la famosa Ley de Radio y Televisión que, para vergüenza nacional, fue aprobada el jueves por una mayoría derivada de la coalición priísta y panista en la Cámara de Senadores. Por lo que he leído, si es que he entendido bien, a partir de esa ley Televisa y Tv Azteca dominarán de manera absoluta el mercado y colocarán en situación muy difícil a las estaciones de radio y televisoras educativas en las que se encuentra lo mejor de la comunicación.
Desde la perspectiva política, sin embargo, se puso de manifiesto que en el PRI hay personas responsables y capaces que defendieron la posición de rechazo a la reforma. Mi respeto por Dulce María Sauri, Manuel Bartlett y Genaro Borrego, entre otros, que sustentaron con ahínco el rechazo a la iniciativa. Y de manera especial por Javier Corral y Felipe de Jesús Vicencio, que mantuvieron la dignidad de un partido, como lo era en tiempos de Gómez Morín, y que hoy votaron en contra, con energía, poniendo de manifiesto lo que significa la ley en cuanto al entreguismo en favor de los poderosos medios de información.
La oposición nacional ha sido también definitiva, pero eso no contó para un acto de servidumbre que ciertamente perseguía, más allá de los fines que pueden presumirse personales, el reconocimiento de que el Poder Legislativo se inclina reverente ante el poder económico.
Veía la noche del jueves las declaraciones de Pablo Gómez, quien reconocía sin reservas la estupidez que su partido, el PRD, había cometido en la Cámara de Diputados al aprobar por unanimidad el proyecto de ley. No es frecuente que un político reconozca públicamente haber cometido, como grupo, un error monumental. Pero Pablo es un hombre excepcional.
También me ha llamado la atención una petición de Jacobo Zabludovsky, dirigida al Presidente de la República, para que vete la ley y obligue a que se discuta de nuevo. Si hay alguien que conoce las intimidades del negocio de la televisión es Jacobo, quien a su inmensa experiencia agrega su condición de abogado (tal vez sea más propio decir licenciado en derecho, porque no me parece que haya litigado), que le da la cultura suficiente para entender, apoyado en su experiencia, los alcances de esa legislación.
El tema de la ley, en sí mismo, es motivo suficiente para preocuparse por lo que está pasando en el país, porque más allá de la atribución a tres poderes del mando nacional: Legislativo, Ejecutivo y Judicial y, por ende, del ejercicio de la soberanía, lo que estamos presenciando es, de un lado, la subordinación a los intereses del capital, y del otro, dicho sea de paso, a las condiciones que nos fijan los estadunidenses.
Me llamó poderosamente la atención una declaración del presidente Fox de que el tema de los migrantes quedará sujeto a las decisiones del Congreso estadunidense y que nuestra responsabilidad será cuidar la frontera para evitar la salida de quienes buscan en Estados Unidos un modo de vida que México les niega. Pero, sobre todo, su afirmación de que deberá celebrarse un pacto que permita a los migrantes conseguir, como meta final, su conversión en ciudadanos de aquel país.
Eso de establecer como propósito de la política exterior que los mexicanos dejen de serlo, me parece una barbaridad incalificable. Pero, ciertamente, en su etapa final el gobierno está actuando de manera lamentable. El tratamiento que la Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS) está dando al problema minero no puede ser más negativo, violador e impertinente, sin olvidar que nuestra Ley Federal del Trabajo (LFT) es fascista hasta el extremo en la regulación de los derechos colectivos. La exigencia de un registro y de una toma de nota para los sindicatos y sus directivas es una violación permanente de la libertad y la autonomía sindicales.
Y México suscribió en 1950 el Convenio 87 de la Organización Internacional del Trabajo, que prohíbe la intervención del Estado en la vida sindical y que hoy, según criterios de la Corte, está inclusive por encima de la LFT, independientemente de que la Constitución, en el artículo 123 B, fracción XVI, define una libertad sindical sin cortapisas. Lo que ocurre es que ahora la violación se ha hecho aún más descarada porque el gobierno no tolera que un sindicato como el minero defienda los intereses de sus agremiados, haciendo valer eficazmente la exigencia de mejores condiciones de trabajo por conducto del ejercicio del derecho de huelga.
Naturalmente que eso genera incomodidades para el gran aliado del sistema, el sector empresarial, y la lealtad vergonzante del gobierno ante los poderosos, económicamente hablando, lo conduce a las barbaridades que está cometiendo. Obviamente corresponderá al Poder Judicial la última palabra. El juicio de amparo es la vía para remediar esas actitudes violatorias de la ley.
Pero tampoco puede olvidarse que los sindicatos representativos y democráticos tienen la última palabra real. La huelga, la calle, el paro nacional, la protesta permanente y la solidaridad internacional pueden ser la respuesta. En realidad, es la que cuenta. Tiene el Presidente una oportunidad excepcional. El veto a la Ley de Radio y Televisión y dejar sin efecto las decisiones de la STPS en el asunto minero le otorgarían un prestigio notable, en beneficio, por supuesto, del candidato del PAN a la Presidencia que, por cierto, no parecía ser de su agrado. Se permiten dudas, sin embargo, de que lo haga.