Usted está aquí: domingo 2 de abril de 2006 Política El poder que se va: ¿qué nos queda?

Rolando Cordera Campos

El poder que se va: ¿qué nos queda?

Podríamos decir: tenemos lo que merecemos. Sembramos, o dejamos de hacerlo, y la cosecha es correspondiente. Tras mucho alegar, documentar, advertir, se impuso el criterio único: el poder todavía es el poder y los senadores que dicen protagonizar la mayoría republicana no muestran otra cosa que una gran capacidad de adaptación a la máxima que todavía hoy ilumina la democracia mexicana tan escuálida como criatura de la Montaña Mixteca: el poder es el poder, y aunque se vista de códigos y verso jurídico, de pluralismo o cabildeo profesional y bien vestido, poder concentrado se queda.

El juego de malos ingenios de la mayoría que se decidió a pasar la historia como fiel e incondicional intérprete de ese poder, que poco tiene que ver con el código democrático o con el arcano de la República, chocó la noche del jueves y se diluyó cual faramalla mal temperada con el muro argumental de una minoría decidida a dejar su huella en el diario de los debates del Senado como una postura ejemplar del pluralismo que alguna vez México tendrá. Por lo pronto, se trata todavía de una minoría testimonial, a pesar de la calidad de su testimonio. Que el presidente del Senado le juegue al hermeneuta del reglamento para dejar con el bat al hombro al senador Bartlett, es anécdota para otra bitácora.

¿Qué se jugó esa noche en Xicoténcatl? No necesariamente el futuro democrático del país, que como en otras ocasiones se las arreglará para seguirlo siendo. Lo que se jugó y se perdió fue la respetabilidad del Congreso de la Unión y, lo más grave dada la circunstancia política presente, se vulneró la credibilidad de los órganos colegiados y representativos del Estado. Lo que se aúna a los graves daños que a ese respecto han sufrido o se han infligido la Suprema Corte y el IFE.

Corremos a una situación de erosión de la trama de legitimidad construida a duras penas y contracorriente en los años finales del tránsito a la democracia representativa. Los partidos y sus duelistas no parecen tomar nota de esto, o bien cuentan con información privilegiada de la que parecen carecer el presidente del IFE y el de la Suprema Corte. Pero el hecho es que, sea o no motivo de titulares de estruendo o de airado manifiesto de las ONG de la ocasión, lo ocurrido en estas semanas en el Senado confirma la enorme debilidad de nuestra construcción democrática y representativa, y revela la fortaleza de los poderes fácticos que se redescubrieron como tales gracias a la desastrosa alternancia del presidente Vicente Fox y su partido.

De cómo va a funcionar un poder del Estado tan mermado y desgastado en las vísperas de unos auténticos tiempos de cólera, es algo de lo que los pretendientes al mando del Estado deberían empezar a ocuparse ya. Pierdan o ganen, su responsabilidad no es renunciable ni transferible y es el momento de que los tres muestren que son capaces de hacerse cargo de una situación que no crearon directamente pero de la que tendrán que ocuparse sin descargo ante lo que no podrá ser sino una gran crisis de un Estado que dio de sí gracias al entusiasmo con el que giraron contra sus recursos sus herederos finales, irónicamente los descendientes directos de sus enemigos más feroces.

Los días del régimen que pudo darse el lujo de procesar desde la cumbre su derrota están ya contados. Lo que tienen que hacer los que quieren mandar es asumir que viven en el aire o colgados de alfileres y que los abusos de poder y prepotencia que hemos vivido en estos días no pueden ser el ámbito propicio para recuperar la República y defender la democracia. De no encarar el desafío, no serán otra cosa que sirvientes regañones de una oligarquía que no tiene futuro, aunque se vista de technicolor.

 
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