Presentación: has hecho girar la locura
Ampliar la imagen Sergio Pitol Foto: Tomada del libro, Paolo Gasparini
Sergio Pitol "me parece el maestro perfecto", afirma el escritor español Enrique Vila-Matas en Presentación: Has hecho girar a la locura, texto con el que comienzan las páginas de Los mejores cuentos, que reúne 14 de las narraciones de Pitol, Premio Cervantes 2005.
Un fragmento de esta presentación se publica en esta página como un adelanto para los lectores de La Jornada, con autorización de editorial Anagrama.
27 de julio
Sergio Pitol está durmiendo en estos momentos en su casa de Jalapa y acaba de caer en las garras de uno de sus sueños más recurrentes y una vez más vuelve a verse andando con sus padres. Está caminando con ellos, van de excursión al campo. Todo en el sueño es idílico hasta que Sergio se pierde y entonces, como siempre, el entorno se le vuelve hostil, tenebroso.
Yo, que me encuentro en mi casa de Barcelona a miles de kilómetros de donde está mi amigo perdido en el sueño, me preocupo por si ese entorno puede volvérsele aún más tenebroso y hostil y acabo imaginando que paseo por las tinieblas exteriores del sueño de Sergio y que desde ellas consigo verle. Una frágil frontera separa mi paisaje de tinieblas del suyo y comprendo de inmediato que cada uno tiene su propio paisaje y que ir de excursión por el entorno tenebroso de su sueño me ha llevado a descubrir que las afueras hostiles son la vida secreta que como escritor lleva mi amigo y maestro. Ahí no tengo nada que ver, porque no quiero verme a mí mismo. Pero me veo y veo que soy yo mismo que anda por su vida secreta. Marcho largo rato perdido por ella. Ensoñación y bruma. Hasta que le oigo decir al maestro: "Aún ahora me sorprende ver mi vida entera transformada en cuentos". A diferencia de hace unos instantes, le siento en este momento muy cerca de mi lado, pisando ya la débil frontera, como un oscuro hermano gemelo.
28 de julio
Hasta hace apenas unos meses había pensado, descuidadamente, que carecía de maestro literario. En realidad, tras ese descuido, esa negligencia tan deliberada, se ocultaba un prudente deseo de no dañar a Sergio Pitol involucrándole en el embrollado laberinto de ciudades, imposturas, lecturas distorsionadas, imaginaciones y derivas que circulan por mi obra.
Pero hace unos meses cometí una irreparable indiscreción al contestar a una pregunta de la periodista Raquel Garzón. Ella me llamó a casa para saber si era cierto, como le habían comentado, que yo era un pitoladicto. Quedé algo desconcertado.
-No sé si he oído bien -dije.
Recordé en ese momento algo muy raro que Pitol acababa de escribir sobre mí: "El tiempo ha hecho de Enrique uno de mis maestros".
Frase generosa, muy propia de Sergio. Pero frase disparatada, por supuesto, pues ¿cómo iba a ser yo su maestro?
Hasta mi madre, que había leído aquella frase de Sergio, me había pedido que le aclarara cómo podía el gran escritor mexicano pensar que yo era su maestro.
Recordé todo esto y vi que había llegado la hora de poner fin a mi negligencia deliberada.
No podía ocultar por más tiempo aquella gran verdad.
-Sergio Pitol es mi amigo y maestro -dije.
Nunca lo había dicho.
El suave mal ya estaba hecho, pero era para mí evidente que había que hacerlo. No podía permitir por más tiempo que las cosas andaran tan al revés. Era Sergio quien era mi maestro. En la vida y en la escritura.
Todo había vuelto a su nivel justo. Le expliqué entonces a Raquel Garzón que había conocido a Sergio en Varsovia en agosto de 1973 y que ya desde entonces le había considerado siempre -aunque en secreto-mi maestro en la vida y en la escritura. Y pasé a evocar el iniciático viaje egipcio que realicé en 1973 con una amiga a la remota y lejana Alejandría, con escala obligatoria de una noche (la compañía de aviación era polaca y salían así más baratos los billetes) en Varsovia.
29 de julio
Llegamos a Varsovia un 29 de julio, en una fecha como la de hoy, pero de 1973. Han pasado ya, pues, treinta y dos años desde que salió de Madrid aquel avión que, tras la escala nocturna, tenía que llevarnos, en la tarde siguiente, hasta El Cairo. Yo tenía apuntado un teléfono de Varsovia, el de Sergio Pitol, a quien conocía sólo de vista de los días en que él había vivido en Barcelona.
A la mañana siguiente de haber pasado la noche obligatoria en Varsovia y a pesar de mi timidez de entonces, me decidí a llamarle a la embajada de México, donde él trabajaba como agregado cultural. Es muy posible que me atreviera a llamar porque yo acababa de publicar mi primer libro y eso me había dado, por primera vez en mi vida, cierto ánimo. Y hasta quién sabe si no me decidí a publicar aquella vez tan sólo para hacerme con ese ánimo que tanto me faltaba.
Me atreví a llamarle y todo fue más fácil de lo que creía y quedamos inmediatamente para comer y hasta prometió acompañarnos al aeropuerto después del almuerzo. Es más, dijo que había leído Mujer en el espejo, mi libro. Quedé sorprendido, atónito. No conocía a nadie que hubiera leído ese libro. Treinta y dos años después, salvo Pitol, sigo igual, sigo sin conocer a nadie que lo haya leído. Se trata de una breve novela experimental que presenta dificultades para el lector, pues carece de las más elementales comas, puntos y puntos aparte, y cualquier incauto que se adentre en el libro corre el riesgo, si se le ocurre leerlo en voz alta, de morir literalmente asfixiado. Por eso ni siquiera he pedido yo leerlo. Y tal vez también por eso, movido por la vergüenza de haber dado a la imprenta aquello, inventé no hace mucho que La asesina ilustrada (en realidad mi segundo libro) fue lo primero que escribí y publiqué.
Aquella mañana en Varsovia, cuando por teléfono Sergio me dijo que había leído Mujer en el espejo, me quedé de piedra y, además (lo recuerdo muy bien), me pareció el escritor mexicano un superviviente de algo, sin que acertara a saber de qué. Seguramente -me digo ahora- era el superviviente de la lectura de mi primer libro, de mi libro tremendo, del libro asfixiante, de mi verdadero primer libro asesino.
Siempre he sospechado que comencé a admirarle mucho antes de saludarle frente al restaurante, en aquel inolvidable mediodía polaco. Recuerdo que le di la mano tan sólo porque él me la ofreció, y si me acuerdo muy bien de este detalle tan mínimo es porque no eran en esa época nada habituales en mí las convenciones formales y dudé de llevar a término aquel gesto que a mí me parecía demasiado formal, tirando a (según mi extravagante punto de vista de entonces) reaccionario. ¡Dar la mano! No me acordaría de que le di la mano (gesto que, por habitual, normalmente se olvida) de no ser por la extraña pirueta mental que tuve que hacer para dársela. Una pirueta contra mis prejuicios revolucionarios. Hoy todo esto sólo me da cierta vergüenza y me lleva a preguntarme quién debió de ser el desaprensivo o desaprensiva que infundió en mí semejantes ideas antiburguesas. Tenía que esta yo muy mal para pensar que estrechar la mano de alguien era sólo un gesto anticuado. Sea como fuerte, aquel convencional apretón de manos inauguró esa relación de maestro a alumno que ha cruzado -como una estrella feliz del destino- toda mi vida.