Y sin embargo, se sueña
En los dos años anteriores me ha tocado estar en tres conciertos sinfónicos que han tenido una muy singular recepción en el público. En el primero, la Orquesta Filarmónica de la Ciudad realizó una ''recreación" del concurso de 1854 para seleccionar el Himno Nacional, en el que la audiencia, impulsada por una enorme emoción, terminó cantando el himno en la tonalidad original, lo cual resulta muy raro, dado el registro tan alto que eso implica y que sólo es accesible para voces entrenadas o muy motivadas; el segundo, en la vieja estación de ferrocarriles de Puebla, varios asistentes derramaron lágrimas al ver aparecer una locomotora de vapor detrás del templete en el que estaba colocada la Orquesta Sinfónica Nacional y, en el tercero, la abarrotada sala Ollin Yolitztli recibió con entusiasmo un concierto con obras dedicadas a Benito Juárez.
Ciertamente algunas de las obras interpretadas eran de limitado valor musical, es decir, no se trataba de algunas sinfonías de Beethoven, Sibelius o algo por el estilo. Sin embargo, el público ovacionó y sintió algo muy poderoso. ¿Qué conmovió a aquel público en estos tres conciertos?
La inigualable capacidad de despertar emociones ha sido uno de los atributos de la música más ponderados por filósofos, teólogos y estadistas. Desde Confucio, hace más de 2 mil 500 años, se ha reflexionado en torno a ese enorme poder de la música y, por tanto, se le ha exaltado como un instrumento de magia o se le ha condenado por la misma razón. Las altas jerarquías del clero, por ejemplo, comprendieron a finales del Renacimiento su valor comunicativo y de persuasión; los dictadores su poder de manipulación y los educadores su valor formativo. A través de la música la humanidad sueña, idealiza, evoca y recuerda, de tal suerte que en los tres conciertos antes aludidos, el público evocó algo que se tiene muy adentro, un México y un mundo que parece escurrirse entre los dedos de nuestras manos.
En la actualidad parece que la única opción es entrar en el juego del capitalismo salvaje, en el que los valores humanos sólo son recurso de oratoria y los intereses económicos la esencia. Todo aquello que no encaje es estorbo, sea una idea o una nación. Entrar a ese juego de ir en favor de la invasión de Irak, dejarse robar por el Fobaproa, asumir una responsabilidad laboréxica y anhelar el éxito de la gente bonita y de gran poder de consumo es tomar una postura pragmática y ''emocionalmente inteligente". Pero para quien ve más allá de lo evidente, este ''mundo feliz" es insípido, cruel y peligrosamente impersonal. Por ello algunos jóvenes inadaptados y otros adultos inmaduros creen aún en Gandhi, Luther King, Lennon, Juárez, Marx y Marcos, incluso en un esencial Jesucristo que, a punta de madrazos, corrió a los cambistas del templo, marcando con ello el episodio de los evangelios más estorboso para la Iglesia y sus feligreses poderosos. Estos son los Soñadores que Todavía existen y creen en un mundo mejor, más libre y amplio, donde todas las buenas voluntades tengan lugar digno. Sueños de inmaduros, inadaptados y peligrosos que no aceptan tener estampado un código de barras desde su nacimiento. Sueños que no tienen precio. Son solamente los sueños de una razón de vivir.
La juventud actual vive en un contexto en el que la única opción aceptable, válida y legítima es alcanzar un alto poder económico para consumir los recursos del prójimo; donde la solidaridad (no a la Salinas) es complicidad y, en el mejor de los casos, caridad propagandística.
En esta circunstancia, una obra como Sueños: todavía, de Arturo Márquez, cobra un sentido singular, pues no es el resultado de un condensado de buenas intenciones propios para la declaración de una ''miss belleza" y tampoco está presentada en un lenguaje fácil y concesionado para ganar un aplauso y ya. Se trata de una cantata de gran formato con elementos escénicos. El blanco son los soñadores, los que quieren y necesitan soñar todavía que un mundo mejor es posible. Pero el blanco más específico es la juventud, esa juventud asediada por la publicidad y la exigencia del ''tener" y verse bonitos; de esos jóvenes que llegan a un conservatorio, o cualquier escuela, llenos de ilusiones que el profesorado tiende a opacar. De hecho la obra está pensada para ser ejecutada por estudiantes de música.
El director Eduardo García Barrios la calificó como un parteaguas y quizá haya razón para ello, pues deja de lado la inclinación generalizada en los compositores contemporáneos de México al principio de ''forma es contenido".
Esta postura no es nueva en la obra de Márquez, pues desde hace algunos lustros que su inclinación dejó de ser el lenguaje por sí mismo, ahora desea darle a su música un objetivo, llámese neo-objetividad, Gebrauchsmusik o neo-nacionalismo, el compositor desea impactar fuertemente a la audiencia sin hacerla sentir ignorante por no comprender los recursos ''científicos" (aludiendo a Guillermo Prieto) de la música contemporánea.
Desde hace décadas que en México no se escribía una obra de gran calado sobre algún principio extramusical de trascendencia, quizá desde la cantata A la Patria (1949), de Blas Galindo. La nueva obra de Márquez aborda algunos ideales permanentes (aunque, según los yuppies que gobiernan, pasados de moda), y los expone de manera tan directa y cruda que la hace absolutamente subversiva y, dado el lenguaje llano y directo de su factura, peligrosa.
Con frecuencia se le preguntó a Bob Dylan, Joan Baez, Víctor Jara y otros si la música podría motivar una revolución; evidentemente no. Son las condiciones sociales las que motivan tal cosa, pero la música y el arte pueden ser reflejo de ello, inclusive, aviso de que se puede dar. No sería el primer caso.