Usted está aquí: sábado 22 de abril de 2006 Opinión El llamado de Salman Rushdie

Ilán Semo

El llamado de Salman Rushdie

Hace ya varias semanas, el 28 de febrero, Salman Rushdie y 11 escritoras y escritores publicaron un desplegado -o mejor dicho: un manifiesto- condenando la supresión de las libertades políticas y la cancelación de los derechos civiles de las que son víctimas no sólo sociedades enteras que hoy son gobernadas por el fundamentalismo islámico (Irán, Saudiarabia, Qatar, etcétera), sino centenares de hombres y mujeres que han sido amenazados, perseguidos e, incluso, asesinados, en todo el mundo, por las organizaciones políticas y las agrupaciones religiosas que profesan el nuevo radicalismo religioso.

Los autores de la proclama no eran fortuitos. Todos ellos han sido, de una u otra manera, objeto de la ira con la que el islamismo disemina sus mensajes de salvación y reorden moral. El mismo Rushdie vivió durante 15 años en una suerte de clandestinidad a cielo abierto, ocultándose de sus posibles asesinos, atraídos por la recompensa que ofrecía -y sigue ofreciendo- el gobierno iraní por su cabeza. (Un subordinado de Jomeini puso a disposición un millón de dólares por la muerte de Rushdie; en 1998, en el decreto de muerte firmado por el clérigo Hassan Sanei, se ofrecían ya 2.8 millones de dólares.) El único delito cometido por el escritor de origen hindú ha sido el de expresar su opinión sistemáticamente y, sobre todo, no ceder ante la intimidación. Esta (no tan nueva versión) de la crítica literaria hace recordar a las inquisiciones occidentales del Medievo y del siglo XX.

Rushdie ha corrido hasta ahora con suerte. No así su editor, el noruego William Nygaal, que fue herido en 1993 frente a su casa en un atentado cometido por un miembro de la Jihad. Más escalofriante aún es la historia de Ayaan Iris Alí, diputada en el parlamento holandés, nacida en Somalia y autora del guión de Sumisión, una película sobre la condición de la mujer en el Islam, que le costó la vida a su director Theo Van Gogh, balaceado por otro fanático en noviembre de 2004. Chahla Chafiq, novelista y ensayista iraní exiliada en Francia; su estudio más célebre es: La prisión política en Irán, casi una autobiografía. Irshad Manji, quien redactó una de las más explosivas réplicas al actual clero musulmán: The trouble with Islam today. Por cierto, una réplica basada en los postulados del Corán. Medí Mozzafari, sociólogo e historiador iraní, exiliado en Dinamarca. La lista es larga. Tan contundente como los crímenes que denuncia.

Imposible no coincidir con los términos del manifiesto. "Después de haber superado el fascismo, el nazismo y el estalinismo", advierte en sus primeras líneas, "el mundo enfrenta hoy una nueva amenaza totalitaria: el islamismo". Una amenaza que suprime "la libertad, la igualdad de oportunidades y los valores seculares (...) Su éxito sólo puede conducir a nuevas formas de dominación: la dominación masculina sobre la mujer, y la del islamismo sobre la sociedad". No se trata, continúa más adelante, de un "choque entre civilizaciones, ni de un antagonismo entre Occidente y Oriente, sino de un conflicto global entre demócratas y teócratas".

Es preciso subrayar, como lo hace el documento, que el islamismo no es una forma religiosa, ni una característica inherente al Islam, es una variante muy definida del poder político que funda su legitimidad en el Corán. El orden de los factores es aquí esencial. Lo que defienden los ayatolas iraníes, Hamas y Hezbolla es un régimen político sin concesiones, que ha dado un uso particular a la religión. Es decir, no es la privación religiosa la que produce el ostracismo civil, sino a la inversa.

El totalitarismo es un fenómeno que se despliega en la esfera de lo político, y de ella deriva su explicación. Por esto, la comparación del radicalismo islámico con el fascismo o el estalinismo, que fueron ideologías seculares (incluso antirreligiosas), es del todo pertinente.

Cabe acaso agregar un rasgo más a esta caracterización de los regímenes que, en el siglo XX -y ahora en el XXI- hicieron -y siguen haciendo- del principio de autoridad un principio de supresión de cualquier forma de otredad: el exterminio.

Cuando los escuadrones de la muerte chiítas, inspirados en la teología iraní llaman al exterminio de los sunitas en Irak, o cuando el presidente iraní convoca a la erradicación del pueblo judío, repiten esa compulsión profunda que es la característica central que distingue a los regímenes totalitarios de las dictaduras convencionales que produjo la modernidad: la idea de que el acceso al reino de la utopía o el de la salvación pasa por la erradicación de una cultura, una religión, una clase social o un pueblo entero.

 
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