Ojarasca 108 abril 2006
El capitalismo-ciudad
Los ojos del gigante
Ramón Vera Herrera
La historia de la migración, que hoy nos venden como un fenómeno natural, comenzó con un secuestro perpetrado por los caciques de antaño cuando decretaron: ustedes ya no deben crear para ustedes. Deben trabajar para mí. Los quiero aquí, acasillados. Esta primera dislocación, artificial, estableció una desigual relación entre el campo y eso que sería la ciudad. Se exigió que la gente, en vez de dedicarse a sí misma y sus necesidades comunitarias, trabajara (por la fuerza o con remuneración) para los señores regionales. Secuestrados a los castillos, las personas que además de sembrar eran herreros, carpinteros, hábiles con las cuentas o en la doma de caballos, comenzaron el viaje al servicio de otros, escindidos de lo comunitario. Las relaciones se enajenaron. Tal desmantelamiento comenzó a mover personas de una región a otra e instauró al castillo-ciudad como centro devastador de territorios, recursos, productos y gente reducida a mano de obra.
El crecimiento del castillo y el diseño de sus escaleras, aposentos, drenajes, chimeneas y fogones, letrinas, espacios para dormir y áreas de aire libre, prefiguran con gran precisión las megaurbes de hoy: no es sólo la aglomeración de personas que trabajan para los de mayor poder, es la matriz misma de los enormes edificios de apartamentos y la textura de los barrios.
Los habitantes de los territorios fuera de los límites de la muralla comenzaron a ser vistos como exóticos, ajenos, ignorantes, diferentes e incapaces. El término pagano que alguna vez denotó únicamente al campesino, hoy es sinónimo de otredad e intolerancia y objeto de desprecio.
En suma, lo que comenzó como un trabajo forzado para los señores devino con los siglos en la remachona idea de que la gente no puede subsanar sus propias necesidades sin trabajar para otros en la economía del dinero que la ciudad expande, cual verdadero límite. Que la gente aceptara más fácilmente la idea de que vender trabajo en el ámbito urbano representaba progreso, confort, abundancia y sabiduría, y que aceptara el orden divino, monárquico, militar o civil de una "superioridad", comenzó a ser posible al instituir la escuela como única manera de ascender en la escala social (aparte del robo y la corrupción).
Como lo entendemos ahora, todo poder es la apropiación, brutal, desmedida, de las relaciones existentes, trastocadas de inmediato en servidumbre, dislocación y secuestro de voluntades y saberes. Esto implica un suicidio planetario.
La ciudad es un virus que fagocita los campos aledaños y en su guerra de conquista devasta los antiguos y "ajenos" territorios haciendo que enormes cantidades de campesinos la inunden, precarizados, lo que de nuevo expande la ciudad en un círculo vicioso que no habrá de parar con ningún modelo mientras no minemos los cimientos de la lógica del progreso, en su acumulación-devastación.
Al campo lo vacían. Se insiste en que los campesinos dejen de estorbar, dicen, la expansión de la ciudad, industrializada, al ámbito rural. Las agro empresas, extensión de lo urbano, intentan sustituir la labor campesina de producción de alimentos, aunque 1 400 millones de personas en el mundo sigan reivindicando que la autonomía más primera es producir su propia comida, en mayor o menor medida con una lógica comunitaria, y produzcan alimentos para las ciudades.
Como ahora la tecnología, los políticos y militares, el mercado y la fusión corporativa intentan desmantelar todo el legado de saberes y relaciones de la humanidad, mientras no le demos peso a la historia remota de lo urbano como corazón del capitalismo no podremos entender cómo realizar un trabajo de resistencia que nos incluya a urbanos y rurales desde una perspectiva de hermanamiento, y no meramente de solidaridad con "los excluidos".
La ciudad no podrá desarmarse así nomás. Tal vez deba corroerse desde dentro cambiando su lógica, de una de consumo enajenado de alimentos, alojamiento y servicios, a partir de vender trabajo, a la producción de alimentos propios y la recuperación de los bienes comunes de la humanidad que la ciudad-capitalismo fragmenta y desperdicia.
No podremos revertir la tendencia mundial si no asumimos un horizonte de larguísmo plazo para atrás y hacia adelante, como bien señala John Berger, agregando que, sin embargo, "son estos quinientos años de cultura los que nos permiten ver el panorama completo".
Se hace necesario detallar y armar (con piezas que aparentemente no embonan) una figura, hoy incompleta, de la devastación capitalista. Mientras asumamos una historia deslavada y lineal, estamos condenados a creer que un cambio de gobierno o una revolución que lo postponga todo hasta tomar el poder por cualquier medio, son la medicina que "cura" un problema para el que no hemos pensado soluciones realmente radicales.
Inquieta entonces la siguiente historia de Simbad el marino. Cuentan que tras una tormenta devastadora, Simbad se vio arrastrado en una balsa, solo, y llegó a una costa remota. Adormilado todavía, lo despertó la fuerza aplastante de un gigante que ya estaba apostado sobre sus hombros y una atronadora voz que le decía: levántate, camina, miserable, trabajarás para mí y para tí y me llevarás a donde yo quiera.
Así lo hizo Simbad tras luchar un rato con el gigante, que desde su posición, le restaba movilidad y fuerza.
Pasaron los días. A veces Simbad se esforzaba por tirar al gigante, sin lograrlo. En otras ocasiones lloraba y se lamentaba de su suerte, recibiendo en respuesta las risotadas de su torturador. Simbad trabajó y transportó a su dueño y éste, ni por un instante fugaz, se bajaba de sus hombros. Con el tiempo trabaron relación (qué otra, pensaba Simbad). Ante los sollozos, la ira, o ante el reconocimiento de que se le menguaban las fuerzas, el gigante se conmovía por momentos, incluso por días. Y comenzó a preguntarle: qué necesitas, Simbad, dime y te lo daré con tal de que me sirvas. Y Simbad le alegaba y cansado le pedía más comida, agua, reposo, diálogo. Pero el gigante, ni por un instante fugaz, se bajaba de los hombros de Simbad. Vamos, ni para dormir. Eso sí, cada vez parecía entender más a Simbad, y lo consentía con aguas deliciosas, con frutas fortificantes, con guisos exquisitos. Comenzó a preguntarle por sus preocupaciones y hasta comenzó a consultarlo en muchas cuestiones que el gigante no sabía. Simbad, paciente, y a veces esperanzado, supuso que el gigante se ablandaba y hasta llegó a agradecerle que hablara con él y que hubiera una relación más humana entre ambos. Llegaron a reír juntos, sí, pero ni por un instante fugaz se bajó de los hombros de Simbad.
Pasaron los años, algunos dicen que siglos. Llegaron a conocerse muy bien, y el gigante comenzó a prever los intentos de fuga de Simbad. A veces lo fustigaba salvajemente y otras le hablaba dulcemente. Le proveyó de placeres, mujeres y vino, le prometió riquezas, pero ni por un instante se bajó de sus hombros.
Una noche, con la luz de las estrellas alumbrando el firmamento, mientras caminaban hacia un risco, Simbad sacó de entre sus ropas una cimitarra que había ocultado por semanas bajo sus ropas y de un certero tajo le cortó ambas piernas al gigante que, sorprendido, cayó al abismo.
Simbad respiró aliviado y lloró y lloró, sin saber bien por qué.
Tal vez tendremos que entender que ya no basta un arreglo parlamentario, una conferencia de las partes, una revuelta local o regional, una revolución nacional o un cambio de gobierno, sea pacífico o armado, para quitarnos de las espaldas ese gigante planetario que produce aceleradamente miseria y desperdicio, devastación y muerte. Requerimos un cambio radical que habrá de venir, no de las ideologías en boga, no de las ideologías olvidadas, sino del paciente y urgente trabajo de derrumbamiento del sistema que quiso desmantelarlo todo para erigirse en los hombros del mundo.
Esta tarea requiere estudio, detalle, y verle los ojos al gigante. Requerimos herramientas para cortarle los pies.
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