China
Ampliar la imagen El presidente de China, Hu Jintao, recibe los honores correspondientes a su investidura, ayer durante la llegada del gobernante al aeropuerto de Nairobi, en Kenya Foto: Reuters
Lentamente, pero con seguridad, se empieza a revelar la gran estrategia del gobierno de George W. Bush. Esta no se encamina primordialmente a derrotar el terrorismo global, incapacitar a los estados transgresores ni a expandir la democracia en Medio Oriente. Estos asuntos pueden dominar el ámbito retórico y ser el foco de las preocupaciones inmediatas, pero no gobiernan las decisiones clave en cuanto a la canalización de recursos militares en el largo plazo. El verdadero objetivo rector -la base subyacente para presupuestos y despliegue de tropas- es la contención de China. Este objetivo rigió la planeación de la Casa Blanca durante los primeros siete meses de gobierno, y tuvo que dejarse a un lado ante la obligación evidente de subrayar el antiterrorismo tras el 11 de septiembre. Ahora, pese a la preocupación de Bush hacia Irak e Irán, la Casa Blanca vuelve a enfatizar su foco fundamental, China, aun a riesgo de que se desate una nueva carrera armamentista asiática con consecuencias potencialmente catastróficas.
El presidente Bush y su equipo más cercano entraron en la Casa Blanca a principios de 2001 con un claro objetivo estratégico: resucitar la doctrina de la dominación permanente expresada por la Guía de Planificación de Defensa (DPG, por sus siglas en inglés) durante los años fiscales 1994-1999, y que fuera el primer manifiesto formal de los objetivos estratégicos estadunidenses en la era postsoviética. Según el borrador oficial de ese documento, filtrado a la prensa desde principios de 1992, el fin primordial de la estrategia estadunidense sería impedir el surgimiento de cualquier futuro competidor que pudiera desafiar la avasalladora superioridad militar de Estados Unidos.
"Nuestro primer objetivo es evitar la remergencia de un nuevo rival... que implique una amenaza en el rango que anteriormente implicó la Unión Soviética", se afirmaba en el documento. En concordancia, "debemos esforzarnos en evitar que cualquier potencia hostil domine una región cuyos recursos pudieran, mediante un control consolidado, ser suficientes para generar poder global".
Cuando esta doctrina se hizo pública por vez primera, fue condenada por los aliados de Estados Unidos y por muchos líderes en el país, por ser inaceptablemente imperial e imperiosa, lo que forzó al primer presidente Bush a diluirla; pero los estrategas del gobierno nunca rechazaron el propósito de perpetuar un estatus de única superpotencia. De hecho, inicialmente era el principio rector de la política militar estadunidense cuando el joven Bush asumió la presidencia, en febrero de 2001.
El verdadero objetivo
Al enunciarse en 1992, la doctrina de la dominación permanente no especificaba la identidad de los futuros contendientes que surgirían y deberían ser detenidos mediante acciones coercitivas. En ese entonces, los estrategas estadunidenses se preocupaban por un grupo de rivales potenciales, incluidos Rusia, Alemania, India, Japón y China; cualquiera de éstos, se pensaba, podía emerger en las décadas venideras como superpotencia en formación, y como tal todos estos países debían ser disuadidos de moverse en tal dirección. Para el momento en que asumió el cargo el segundo gobierno de los Bush, el grupo de rivales potenciales se había reducido, en el pensamiento de la elite, a sólo uno: la República Popular China. Unicamente China, se alegaba, poseía la capacidad económica y militar para desafiar a Estados Unidos como superpotencia aspirante. Así, perpetuar la predominancia global de Estados Unidos significaba contener el poder chino.
El imperativo de contener a China fue expresado por vez primera en forma sistemática por Condoleezza Rice mientras servía como asesora de política exterior al entonces gobernador Bush, durante la campaña presidencial de 2000. En un multicitado artículo publicado en Foreign Affairs, sugirió que la República Popular China, como ambiciosa potencia en expansión, inevitablemente desafiaría los intereses vitales estadunidenses. "China es la gran potencia con intereses vitales no resueltos, en particular en lo referente a Taiwán", escribió. "China resiente también el papel de Estados Unidos en la región Asia-Pacífico".
Por estas razones, afirmó, "China no es una potencia del status quo, sino una que quisiera alterar el balance de poder en Asia, en favor propio. Tan sólo eso la convierte en un competidor estratégico, y no en el 'socio estratégico' que alguna vez el gobierno de (Bill) Clinton dijo que era". Ella argumentaba que era esencial adoptar una estrategia para evitar que China surgiera como potencia regional. En particular, "Estados Unidos debe profundizar su cooperación con Japón y Corea del Sur y mantener su compromiso de construir una robusta presencia militar en la región". Washington debía también "prestar atención más cercana al papel de India en el equilibrio regional", y atraer a dicho país a un sistema de alianza antichino.
Viendo hacia atrás, sorprende cómo su artículo desarrolló la doctrina de "no permitir competidores" contenida en la DPG, de 1992, y la convirtió en la estrategia misma que hoy instrumenta el gobierno de Bush en el Pacífico y el sur de Asia. Muchas de las políticas específicas que se favorecían en su texto, el fortalecimiento de vínculos con Japón o tender puentes con India, se llevan a cabo hoy.
Sin embargo, en la primavera y el verano de 2001, el efecto más significativo de este foco estratégico fue que distrajo a Rice y a otros funcionarios gubernamentales de alto rango, de la amenaza creciente que implicaban Osama Bin Laden y Al Qaeda. Durante los primeros meses en el cargo de asesora principal del presidente en asuntos de seguridad nacional, Rice se dedicó a instrumentar el plan que había expresado en Foreign Affairs. Según muchas versiones, sus prioridades centrales de ese primer periodo eran disolver el tratado de misiles antibalísticos con Rusia y vincular a Japón, Corea del Sur y Taiwán en un sistema conjunto de misiles de defensa que, se esperaba, evolucionaría hacia una alianza anclada al Pentágono, contra China.
Richard A. Clarke, el principal asesor de la Casa Blanca en cuestiones de antiterrorismo, la acusó después de que, debido a su preocupación por Rusia, China y la política de grandes potencias, Rice subestimó las advertencias de un posible ataque de Al Qaeda contra Estados Unidos, lo que le impidió iniciar acciones defensivas que habrían evitado el 11 de septiembre. Aunque Rice sobrevivió al rudo cuestionamiento en torno a estos asuntos al que la sometió la Comisión del 11 de Septiembre -sin reconocer la precisión de los cargos presentados por Clarke-, cualquier historiador cuidadoso que busque respuestas al inexcusable fracaso del gobierno de Bush (provocado por desoír los avisos de un potencial ataque terrorista en este país) deberá comenzar con este foco galvanizador: la idea de contener a China durante este periodo crítico.
En el quemador trasero
Después del 11 de septiembre, habría sido muy poco probable que Bush, Rice y otros funcionarios de alto rango en el gobierno impulsaran su agenda relacionada con China, y en cualquier caso muy pronto cambiaron de foco hacia el objetivo de largo plazo de los neoconservadores: el derrocamiento de Saddam Hussein y la proyección del poderío estadunidense por todo el Medio Oriente. Así, "la guerra global contra el terrorismo" (o GWOT, como se nombra en el lingo del Pentágono) se volvió su tópico más importante de conversación, y la invasión de Irak su foco principal. Pero el gobierno nunca perdió de vista por completo su foco estratégico sobre China, aun cuando pudiera hacer muy poco al respecto. De hecho, la guerra relámpago sobre Irak y la ulterior proyección del poderío estadunidense en Medio Oriente intentaba, al menos en parte, ser una advertencia a China, para que entendiera el avasallador poder de los militares estadunidenses y la futilidad de desafiar la supremacía de Estados Unidos.
Durante los siguientes dos años, en que se dedicó tanto esfuerzo para reconstruir Irak y la imagen de Estados Unidos, al tiempo de aplastar la inesperada y potente insurgencia iraquí, China estuvo en el quemador trasero. Entre tanto, sin embargo, no fue posible ignorar la creciente inversión de China en modernas capacidades militares y su creciente alcance económico en el sureste asiático, Africa y América Latina, mucho de lo anterior ligado a la procuración de petróleo y otros artículos de consumo vitales.
Para la primavera de 2005, La Casa Blanca ya comenzaba a reincidir en la gran estrategia global de Rice. El 4 de junio de 2005, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld dio un muy publicitado discurso en una conferencia en Singapur, señalando lo que habría de ser un nuevo énfasis en la política de la Casa Blanca. En este discurso desaprobó la acumulación militar actual de China y advirtió de la amenaza que esto implicaba para la estabilidad y la paz regional.
China, argumentó, "expande su fuerza de proyectiles lo que le permite llegar a objetivos en muchas áreas del mundo" y "mejorar su posibilidad de proyectar poderío" en la región Asia-Pacífico. "Puesto que ninguna nación amenaza a China, uno debe preguntarse: ¿por qué toda esta inversión creciente? ¿Por qué continúan y se expanden las compras de armas? ¿Por qué continúan estos robustos despliegues?" Aunque Rumsfeld no respondió sus preguntas, la implicación es obvia: China estaba embarcada en un curso que la convertiría en potencia regional, lo que algún día significaría un desafío a Estados Unidos en Asia, en términos tan igualitarios, que sería inaceptable.
Esta señal temprana, amañar una retórica antichina, fue acompañada por actos de naturaleza más concreta. En febrero de 2005, Rice y Rumsfeld impulsaron una reunión con funcionarios japoneses de alto rango en Washington, donde se firmó un acuerdo para mejorar la cooperación en asuntos militares entre ambos países. Conocido como Joint Statement of the US-Japan Security Consultative Committee (declaración conjunta del comité consultivo de seguridad EU-Japón), el acuerdo llama a incrementar la colaboración entre las fuerzas estadunidenses y japonesas en la conducción de operaciones militares en un área que se extiende del nordeste asiático al sur del Mar de China. Llama también a una consulta más cercana en lo relativo a las políticas hacia Taiwán, un guiño implícito que deja ver que Japón estaba listo a ayudar a Estados Unidos en la eventualidad de un choque militar con China precipitado por la declaración de independencia de Taiwán.
Esto ocurrió en un momento en que Pekín expresaba ya alarma considerable por los movimientos pro independentistas en Taiwán y por lo que los chinos consideraban un resurgimiento del militarismo en Japón, que evocaba dolorosos recuerdos de la Segunda Guerra Mundial, cuando Japón invadió China y perpetró atrocidades masivas contra los civiles chinos. Es entendible entonces que el acuerdo fuera interpretado por el liderazgo chino como expresión de que el gobierno de Bush estaba decidido a prohijar un sistema de alianza antichino.
Traducción: Ramón Vera Herrera
* Michael Klare es profesor de estudios de paz y seguridad mundial en el Hampshire College y autor de Blood and Oil: The Dangers and Consequences of America's Growing Dependency on Imported Petroleum (Owl Books, 2005), publicado originalmente en TomDispatch.com
© 2005 Michael T. Klare