Sigmund Freud en Viena (1856-2006)
Ampliar la imagen El doctor Sigmund Freud en 1922 FOTOAp
El profesor doctor Sigmund Freud medía 1.70 metros de estatura, vestía trajes oscuros hechos a la medida y chalecos con dibujos de fantasía; caminaba siempre erguido, en la vejez una severa escoliosis le curvó la columna. Todos los días le arreglaban el cabello y la barba. Un incansable fumador de puros. Al final de sus días, la cara se le había deformado cuando le implantaron una prótesis en la mandíbula, resultado del cáncer en la mucosa de la cavidad bucal. Treinta y seis operaciones: el estoicismo judío-vienés. Una sobrecogedora sensación de valentía y resistencia. Su cabeza recordaba a la pintura de Salvador Dalí: El torbellino de Júpiter Amon. La mirada penetrante sobrecogía a sus discípulos más asiduos. Freud apreciaba la puntualidad y la honradez sobre todas las cosas. Le estrechaba la mano a sus amigos con gran brío como si fuese un patriarca. Cuando sentía afecto por alguien, era el más cercano y atento de los interlocutores. Por el contrario, se mostraba siempre distante y ajeno con los demás visitantes.
Ein Psychoanalitiker ist kein Psychoanalitiker, ningún sicoanalista es un sicoanalista, decía Freud, porque hacía falta mucho más que el diván y el diagnóstico, y tenía razón. El profesor no sólo era un neurólogo muy perceptivo, sus estudios sobre la afasia siguen vigentes, sino también un lector incomparable, recorría los caminos de la literatura universal, conocía a fondo la Biblia y el Talmud y a los clásicos griegos; leyó a Cervantes en español, dominaba a los dramaturgos y ensayistas ingleses, sobre todo Shakespeare; un especialista en la obra de Goethe, de Nietzsche y Schopenhauer; le fascinaba la historia de Roma, dominaba el conocimiento de la antropología de su tiempo y se convirtió en un escritor con una de las prosas más bellas de la lengua alemana. Murió leyendo La piel de zapa, de Balzac.
El Freud que ha permanecido es el gran ensayista moral, el Montaigne del siglo xx. Las grandes figuras de la literatura del pasado siglo xx fueron -ha escrito Harold Bloom- Proust, Joyce, Kafka y Freud, además de nuestros grandes poetas, los contemporáneos. Sigmund Freud es el compañero visionario de Joyce, Kafka y Proust como Montaigne era el colega visionario de Cervantes y de Shakespeare. Montaigne y Freud describen con enorme destreza las ficciones autobiográficas del yo, vale decir: "cada uno de ellos es su propia trama y su propia historia". Imaginemos a San Agustín introduciendo sus Confesiones en La ciudad de Dios, o a Rousseau integrando sus Confesiones como trama subliminal en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres: ésa es la ruta y el secreto de Freud en La interpretación de los sueños. En la estructura visible del tratado científico, Freud asciende con sus lectores, capítulo a capítulo, rumbo a los laberintos más intrincados del análisis sicológico. Pero en la narración íntima y personal inicia el descenso, sueño a sueño, hacia los escondites más secretos de su yo sepultado.
Freud nunca habría aceptado esta percepción de su persona y de su obra en el año 2006 -ni mucho menos los sicoanalistas, no importa la escuela a la que pertenezcan. Durante el siglo xx, el movimiento sicoanálitico se dividió en tantos grupos como interpretaciones de la obra de Freud. No la aceptaría tampoco porque siempre creyó que el sicoanálisis era una ciencia, una concepción científica de la vida, una contribución a la biología. Pero la palabra alemana Wissenschaft -que normalmente se traduce como "ciencia"- tiene un sentido mucho más amplio. La gente, en alemán, habla de la "ciencia de la historia", así como también de la "ciencia de la física", "la ciencia de la literatura" o la "ciencia del teatro". Wissenschaft se aplica a cualquier forma de búsqueda intelectual, sistemática y disciplinada del conocimiento y la información; no quiere decir cience, en el sentido de la física o de la biología. Sigmund Freud siempre procuró legitimar su oposición ante el sistema siquiátrico establecido gracias a la racionalidad del conocimiento, a una "superioridad ética" y a su honestidad intelectual como las condiciones de la acción científica, que transformarían la ciencia de la siquiatría de Emil Kraepelin y su escuela, que imperaba entonces en Alemania.
El santoral del sicoanálisis está compuesto por los primeros discípulos de Freud, los héroes de esa gesta cultural: la defensa del sicoanálisis. Pero ese grupo adquirió muy pronto un sentido militar y político con la consiguiente serie de proclamas, reglamentos, normas y deberes. Una temible severidad puritana gobierna, al parecer, las biografías de los primeros defensores del Inconsciente; dentro de esa historia, como es natural, muchos no tuvieron lugar. No obstante, la severidad no sólo se impuso en los discípulos de Freud, sino que está presente en cualquier sicoanalista serio y activo.
Al hablar de puritanismo me refiero a la actitud de algunos terapeutas que, para evitar a toda costa "la contaminación síquica" de sus pacientes, se aíslan del mundo y se atrincheran detrás de una arrogante y sectaria teología "científica" o, en el peor de los casos, de una sabiduría vaga y hermética, donde sólo habitan los iniciados; un metalenguaje que nadie entiende, como el de Jacques Lacan, cuya pasión por las matemáticas, una impostura intelectual, lo llevó a confundir los números imaginarios con los irracionales. Pero estas teologías no empañan el hecho decisivo: Sigmund Freud transformó nuestra conciencia de los laberintos síquicos. Sin embargo, la gloria es ambigua. El sicoanálisis fue desde el punto de vista de la teoría, una verdadera transformación cultural y, desde el de la realidad muchas veces un fracaso; los sicoanalistas, un desastre monumental, a veces inimaginable; en algunos sicoanalistas borrados de la memoria histórica, de una promiscuidad sin precedentes en una asociación científica.
Los sicoanalistas han proclamado no sin cierta petulancia que sirven a una concepción del mundo (Weltanschauung) que, según ellos, cambió radicalmente la idea del ser humano. A pesar de la universalidad de sus propuestas y sus aplicaciones clínicas, el sicoanálisis siempre me pareció un producto vienés en sus raíces más profundas. Los pacientes de Freud fueron exclusivamente vieneses: hombres y mujeres de Europa central, sobre todo mujeres judías emancipadas. Por ese entonces, con la excepción de Ernest Jones y de Carl Gustav Jung -un galés y un suizo que nunca se sintieron bien en Viena-, los discípulos del profesor Freud, amotinados o leales, emergen de Viena y del dominio austrohúngaro. Sin cerrar los ojos ante sus enormes insuficiencias, la visión del conflicto de los individuos como una neurosis anclada en su pasado no es sino una crítica del lenguaje y de la realidad. Nada más vienés. Así como la primera intuición: la mayoría de los hombres no son sino esclavos de una antigua desdicha que desconocen.
La infancia del individuo como el teatro de la perversidad polimórfica, donde sufre la más cruel amputación: la de su felicidad. Sigmund Freud debe su reconocimiento no a sus hipótesis científicas, creo yo, sino a las narraciones de sus casos, a las ficciones del Yo y sus patologías. El sicoanálisis es, en su breve y mejor momento con Freud -nos dice George Steiner- un relato mitológico del genio y, muchas veces, un melodrama irresponsable. Su hipótesis de trabajo, el Trieb, la Pulsión, fue el gran mito -como él mismo decía. La idea no de los instintos, sino de las pulsiones humanas. Su poética de nuestra conducta, de sus causas y motivos más recónditos, transformaron el mundo. Freud se convirtió -como escribió, a principios de los cuarentas, W. H. Auden en su elegía- "ya no en una persona, sino en un clima de opinión en el que conducimos nuestras vidas".
Sigmund Freud tenía una idea de la psique humana que puede leerse literalmente como un mapa de la Viena de 1900. Su construcción en tres superficies: el Ello, el Yo y el Superyó, corresponde a la organización vienesa de la casa y de la familia. Tenemos el sótano, sombrío, su antigua intimidad con lo subterráneo y sus húmedos recovecos, sus historias oscuras y sus enigmas indescifrables. Arriba, los salones, las habitaciones, los espacios públicos; esa parte de la vida dirigida con orgullo hacia el mundo exterior; un espacio vulnerable, siempre expuesto a la crítica de los otros. Y más arriba, el ático, el último piso, desde donde se ejecutan las órdenes de limpieza y se dictamina o se imponen los pasos a seguir. Las profundidades sin luz, las áreas para el público y los misterios del almacén de la memoria y los recuerdos. Según Freud, así estamos construidos: esta arquitectura del modelo sicoanálitico corresponde al modo como está armada y construida nuestra conciencia -en la que la libido, el deseo sexual es la fuente de la identidad y su desarrollo. La abundancia en esas casas -los espejos, pulidos o cubiertos de polvo, los pasajes laberínticos, los sótanos oscuros e inaccesibles, las escaleras, las recámaras, las ambiguas indiscreciones del dormitorio y del cuarto de las sirvientas-, la abundancia que ordena y puebla de símbolos las referencias oníricas del sicoanálisis corresponden, sin duda, a los de una casa de la clase media de Viena.
Mientras Sigmund Freud afinaba La interpretación de los sueños, Arthur Schnitzler estrenó la obra de teatro El velo de Beatriz, el 1º de diciembre de 1900 en Breslau, Alemania. Beatriz es la primera de las heroínas de Schnitzler, cuyos deseos se consuman en un sueño. Beatriz, la amante del escritor Filipo Loschi, tiene sueños eróticos recurrentes. Se sueña en brazos de un duque, a quien vio una sola vez en la vida y mantiene con él una intensa relación onírica. Filipo abandona a Beatriz, porque el engaño en los sueños es, en este caso, tan real como si hubiese sucedido. Schnitzler escribió entonces:
Pero los sueños son deseos sin coraje,
cínicos anhelos que la luz
del día arrumbó en el sotáno
de nuestras almas.
Desde allí salen reptando en la noche.
Unos meses antes de publicar La interpretación de los sueños, en 1900, Freud leyó El velo de Beatriz y reconoció de inmediato las profundas intuiciones del escritor:
"Ha puesto usted en cinco líneas lo que a mí me ha llevado veinte años de investigación -le escribió años después a Schnitzler".