Ponce, dueño de Sevilla
Enrique Ponce emperador valenciano del toreo terminó su poema torero, en el centro del ruego sevillano. Sus pases naturales bien arremetidos, respiraban ese perfume sensual, característico del mar mediterráneo.
Los cálidos pases impregnados de la más exquisita y refinada sensualidad solo cantaron las excelencias de quien pases tan exquisitos creó. Al exaltar la eterna obsesión de transformar el instinto bruto irrefrenable en belleza.
En la Sevilla torera Ponce recibió la inspiración divina, al no tener más fuente de inspiración que su instintivo sensualismo Vivió el eterno goce de las delicias de la vida pícara. Gozoso, pleno de jubilo, participaba el toreo clásico, a la afición andaluza y al mundo vía la tele. Poesía viva, hecha con la bella tela roja que se desgranaba en la dejaez del pase natural de frente, embarcando, templando y mandando y el de pecho que nunca terminaba.
Ponce con impaciencia serena aguardaba la embestida del toro. El sentimiento valenciano que heredó le embargaba el espíritu cuando al burel acometió: el cite a medio pecho, la pierna de salida atrasada y la muleta adelantada se lo traía muy toreado y le ensartaba series de pases naturales, enroscando en la faja y rematándolos debajo de la cadera, en versos que resonaron en la Real Maestranza de Caballería.
Enrique Ponce cantó en prosa poética destacando su figura, antes de comenzar su recital grave, entonado, voluptuoso. Después, el toreo quedaría grabado como un manjar directo del espíritu que se saborea con deleite. El toreo infinito como el tiempo eterno. Más que llama, calor interno y más que valor, celeste rito, sin arrebatos y sin fiebre, natural, inquebrantable, armónico y constante, talló orfebrería valenciana y se fue como el triunfador de Sevilla sacando a hombros a Manzanares que se cortó la coleta, en medio del delirio, como fin de fiesta.