Carta a Sampedro y a Léon
Esta es la primera vez que escribo una carta para dos personas ya fallecidas. Uno es un muerto viejo y otro un muerto nuevo. El viejo es Ramón Sampedro: tiene siete años desde que marchó y los mismos de haberse despojado del yugo que le imponía su condición de tetrapléjico. El joven es Jorge León; éste tiene apenas unos días de haber conseguido lo que deseaba: morir y dejar de ser pentapléjico. Sampedro es León y León es Sampedro: juego y repito los nombres no por falta de imaginación, sino porque los dos representan historias y lecciones idénticas. Ambos eran presos de su cuerpo y víctimas de sus deseos. Incapaces de moverse y por ende de actuar, no po-dían cumplir con su voluntad, que no era otra que morir lo antes posible. En ambos hubo que esperar la "mano amiga" que suministrase la pócima adecuada para acabar con sus vidas. Escribo acabar con las vidas, pero creo que podría haber escrito acabar con las muertes.
La línea que separa la idea de lo que significa vida y muerte es tenue, cuando se lee a través del prisma de las personas mentalmente competentes, pero físicamente incompetentes. Pensar y no moverse, querer y no concretar, ser y no ser, hurgar y no poder. Sampedro y León consideraban que su vida era inútil y que no merecía continuar. Ambos aducían que la dignidad, la capacidad de gozar y la autonomía no eran más que palabras lejanas, huecas y sin sentido. Su cuerpo inerte era una especie de cárcel y de historia finalizada donde cohabitaban la pulsión de la muerte y la incapacidad de satisfacer los dictados de su voluntad.
La tenue línea que separa la vida de la muerte, palpada a través de la cotidianeidad de los tetrapléjicos, suele ser invisible para las personas sanas. Otra vez: ser y no poder, recordar y olvidar y de ahí la presencia de esa línea: respetar, o no, el anhelo, y, apoyar, o no, a quienes solicitan la colaboración de terceras personas para poner fin a su vida. La línea, por supuesto, tiene otras lecturas y otros matices. El tema cimental de la discusión en torno al drama de los suicidios asistidos como el de Sampedro y León podría resumirse en las siguientes preguntas: ¿tienen derecho los tetrapléjicos de solicitar ayuda para morir?, ¿es lícito apoyarlos?, ¿es un crimen precipitar su muerte?, ¿son personas "normales" de acuerdo con los códigos éticos y civiles, o son "apenas" personas, ya que como ellos mismos dicen, en ocasiones son seres "casi transparentes"?
Son dos las posibles respuestas. Quienes apoyan la decisión de cumplir la voluntad de estos individuos les otorgan, de facto, el derecho de la autonomía y la calidad de seguir siendo seres humanos y personas. Quienes consideran, usualmente por motivos religiosos, que las personas mentalmente competentes, pero físicamente incompetentes carecen de la autoridad para precipitar su muerte les niegan el derecho de la autonomía. Asimismo, disminuyen su calidad de persona y de ser humano, ya que su voluntad queda supeditada al control de individuos no sólo ajenos, sino muchas veces distantes y antagónicos a la persona enferma. La cuestión fundamental radica en definir quién en la sociedad otorga (o no) a los enfermos ese tipo de derechos y cuáles son las vías idóneas para que se discutan públicamente este tipo de embrollos.
Tanto Sampedro como León eran españoles. La crudeza de sus casos es materia de reflexión en cualquier sitio y en cualquier tiempo. Su experiencia es transferible y universal. Digno de resaltar, en contra de lo que pretenden quienes vetan los espacios al suicidio asistido o a la eutanasia, es que ninguno de ellos, ni quienes los apoyan, pretenden generalizar sus deseos o su filosofía acerca del derecho a morir. Simplemente piden, al igual que otros seres en condiciones semejantes, que se les considere personas dotadas de vida y de voluntad y no restos humanos.
Las lecciones heredadas por Sampedro y León son escuela. Confrontan sus principios contra la sordera de no pocos fragmentos de la sociedad. Definen con su deseo de morir algunos de los sentidos del significado vida contra la opresión de quienes insisten en adueñarse de las vidas de otros. Plantean la imperiosa necesidad de debatir acerca de los límites de la existencia contra los límites del poder. Finalmente, su memoria y su ideario exigen escribirles a pesar de que estén muertos. No sólo porque con frecuencia los muertos escuchan más que los vivos, sino porque sus nombres son escuela y obligación.