Usted está aquí: jueves 18 de mayo de 2006 Opinión Picasso destruye a Dora Maar

Margo Glantz

Picasso destruye a Dora Maar

En 1997 murió Dora Maar -Henriette Théodora Markovich. Cuando era niña sus padres emigraron a Argentina, su padre, arquitecto croata, construyó allí admirables edificios aún intactos, referencia indispensable en la ciudad de Buenos Aires. Gran fotógrafa, la relación de Dora con Picasso -durante los años decisivos de la carrera del pintor malagueño (1936-1944)- le dio otro carácter a su fama, o por lo menos la oscureció: es conocida sobre todo por haber sido la modelo del Guernica y porque en numerosos de sus cuadros Picasso la representó como la mujer que llora: la boca abierta de manera desmesurada, con sus dientes aguzados y bestiales y los brazos levantados en actitud de imploración se convierte en el paradigma exacto de la plañidera. También es esa mujer cuyo torso y su rostro se distorsionan y sus rasgos tergiversados alteran cualquier equilibrio corporal.

¿No serán esos dientes más bien los de Picasso?

La primera acción de la administración judicial de París fue fotografiar el caótico departamento de la calle de Savoie 6, cerca de la calle de Grands Augustins, donde vivían varios personajes de la época. Dora quedó recluida allí a partir de su separación con Picasso, luego de una crisis sicótica que Lacan había intentado paliar aplicándole electro-shocks que muy probablemente la dañaron sin remisión, según declaraciones de François Gilot, por quien Picasso abandonó a Maar y la única de sus amantes o esposas que se atrevió a dejarlo. El desorden infinito de la casa permite verificar el estado mental de Dora, mujer de enorme inteligencia, cultura y magnífica fotógrafa, arte que tanto ella -como por ejemplo Man Ray y Brassaï, sus íntimos amigos- habían llevado a niveles artísticos de excelencia.

La historia de Dora Maar es única pero al mismo tiempo coincide con la de varias de las compañeras de poetas y artistas del surrealismo. Sus cualidades fundamentales eran su belleza y su libertad y su función principal era la de convertirse en musa y someterse a los caprichos y perversidades de sus amantes o maridos. Son célebres los casos de Silvia Maklès, actriz de cine, esposa luego de Lacan con quien tuvo una hija que, por razones legales de la época, nunca pudo llevar su nombre sino el de su anterior marido Georges Bataille: ese Lacan para quien el Nombre del Padre fue el eje fundamental de su teoría sicoanalítica. O el de Bataille, quien practicaba orgías con tres mujeres al mismo tiempo, su amada Laure -en realidad Colettte Peignot-, Dora Maar y Simone Weil, la gran filósofa muerta en un campo de concentración y quien se convertiría como Dora al catolicismo. O el de Breton quien deslumbrado por la artificial belleza de la pintora Jacqueline Lamba, amiga íntima de Dora, nunca soportó que ella le dedicara tiempo a la maternidad y a su propia carrera. O el de Paul Eluard, primer esposo de Gala, la futura musa de Dalí, y después de Nusch, antigua bailarina de bataclán que muchas veces e impulsada por su marido se acostó con Picasso.

En una bellísima exposición dedicada a Dora Maar y a Picasso, en el museo que lleva su nombre en el Marais, se advierte con nitidez alucinante la forma en que a lo largo del breve e intenso periodo en que Dora y Pablo fueron amantes, la mujer va siendo despojada poco a poco de su talento, de su inteligencia, de sus ideas, para convertirse en un desecho humano, lista para ser abandonada sin consideración ninguna.

Me detendré aquí, a reserva de continuar analizando este tipo de relaciones, sorprendentemente semejantes -con obvias características individuales en cada caso-, signos distintivos de este movimiento tan idealizado que visto a la distancia y con objetividad, como lo ha hecho Giorgio Agamben en el caso de Bataille, o también el de Hans Belmer cuya obra se exhibe ahora en el Pompidou, muestra coincidencias curiosas con el nazismo.

Y me detengo: no quiero pasar por alto acontecimientos que parecerían totalmente ajenos a los relatados, pero que revelan el pernicioso y constante enfrentamiento entre los sexos y la habitual costumbre masculina de considerar lo femenino como lo pasajero, lo devastable, lo suprimible. Vuelvan a servir de ejemplo los recientes acontecimientos de Atenco: en conversaciones que he sostenido desde anteayer con varones de distintos contextos -por ejemplo, un chofer o un intelectual- ellos afirman que las mujeres mienten descaradamente y que sin pruebas la violación jamás podrá comprobarse.

 
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