Cannes abre con un código del aburrimiento
Cannes, 17 de mayo. Hay ocasiones en que los prejuicios no fallan. La función inaugural de la 59 edición del Festival Internacional de Cine Cannes con El código Da Vinci ha comprobado que: a) este festival siempre abre (y cierra) con algo poco recomendable, y b) Ron Howard es un director incondicionalmente mediocre al que le queda grande cualquier proyecto con un mínimo de ambición. En cambio, aquella máxima sobre cómo buenas películas suelen resultar de malas novelas ha sido refutada.
No he leído el popularísimo best-seller de Dan Brown, pero he sabido, de sus lectores más convencidos, que se trata de un sugestivo pasatiempo, literatura barata, pero eficaz al servicio de una tesis bastante cuestionable. La trama gira en torno de Robert Langdon (Tom Hanks), profesor de simbología religiosa, y la criptóloga Sophie Neveu (Audrey Tautou), y los esfuerzos de ambos por esclarecer el asesinato, en pleno Museo del Louvre, de su curador (Jean-Pierre Marielle), abuelo de la segunda. La pesquisa lleva al descubrimiento de una conspiración de la Iglesia católica de ocultar el hecho de que María Magdalena era en realidad uno de los apóstoles y, sobre todo, la esposa de Jesucristo con quien procreó una hija, ancestro de todo un linaje de celebridades, como el propio Da Vinci e Isaac Newton, ni más ni menos. Ella se supone así la personificación simbólica del Santo Grial, en tanto preservadora de la sangre de Cristo.
Al margen del hallazgo de que las pruebas de esa tesis fueron una fabricación de un francés ocioso y fraudulento llamado Pierre Plantard, la película pudo haber sido un interesante thriller de intriga internacional. Pero Howard es un cineasta cuyo nombre es sacrílego mencionar en los mismos renglones que Hitchcock. Literal en el peor sentido, el realizador expone el verborreico guión de Akiva Goldsman como lección didáctica en supercherías. La interminable película se resuelve toda en diálogos explicativos entre Robert y Sophie, quienes descifran enigmas, acertijos y anagramas más rápido que Batman y Robin con calentura. Como si la exposición verbal no fuera suficiente, Howard ilustra las discusiones con torpes flashbacks deslavados y granosos, que también sirven para explicar las improbables huidas de los personajes.
A la incredulidad tediosa que provoca El código Da Vinci y sus dos horas y media de anticlimática duración, contribuyen elementos como un villano en la forma de un monje loco y albino (Paul Bettany, maquillado en plan de hijo sicótico de Billy Idol) que, en emulación de los emisarios del anticristo en el cine, resulta ser omnipresente y omnisciente; o policías ineptos que siempre llegan con varios minutos de retraso al sitio del crimen. Howard no sabe filmar ni una vil persecución de manera eficiente, ni dirigir actores de probada competencia. Por ejemplo, Hanks se pasea como un turista perplejo y la menudita Tautou pone cara de una niña en trance de resolver un problema aritmético.
La única conspiración que sí es digna de analizar es el operativo de la distribuidora Columbia Pictures por lanzar la película de tal manera que cubra el mayor mercado posible, antes de que se corra la voz que se trata de un latazo. Ningún miembro de la prensa -ni la crítica gringa- tuvo oportunidad de verla con anterioridad. El estreno en Cannes ha servido, pues, de masivo press junket para anunciar su estreno dos días después en todo el mundo. Tal vez los espectadores que compren su boleto se queden tan desdeñosos como se mostró aquí la prensa internacional. Pero para entonces ya habrá recaudado millones.
En todo caso, la Iglesia católica no tiene de qué preocuparse. Sus dogmas están a salvo si las revelaciones contrarias van a venir en un paquete tan poco serio como El código Da Vinci. Más daño le hacen los recurrentes abusos de curas pederastas que cualquier teoría engañosa sobre María Magdalena y su hipotético papel como nuera de Dios.
Por dedicar el artículo de ayer a la representación mexicana, no hubo espacio para mencionar las otras películas hispanoparlantes en la sección oficial de Cannes, que también rebasan el número habitual. En competencia están el invitado frecuente Pedro Almodóvar, con su reciente Volver, pero también el argentino Israel Adrián Caetano con Crónica de una fuga. Mientras que en Una Cierta Mirada, participan Hamaca paraguaya, opera prima de Paz Encina, que, aunque producida con capital más bien argentino, representa a una cinematografía inexistente, la paraguaya precisamente, y la española Salvador, de Manuel Huerga, un realizador que no había hecho cine desde Antártida, de 1995.