El mal radical
Inspirado en el pensamiento de Hannah Arendt, el autor Richard Bernstein (Nueva York, 1932), escribió el ensayo El mal radical. La versión en español del libro circula ya en México, del cual ofrecemos un adelanto a nuestros lectores, con autorización de Editorial Fineo
Al volver la vista hacia el horrendo siglo XX, pocos dudaríamos en hablar del mal. Muchos piensan que los males acontecidos en este siglo exceden cualquier otra cosa de la que se tenga registro histórico. La mayoría de nosotros no vacila en referirse a esos eventos extremos -genocidios, masacres, tortura, ataques terroristas, la provocación de sufrimientos gratuitos- como malignos. Presentimos que existe una diferencia entre el mal radical y las formas ordinarias de comportamiento inmoral; pero cuando nos detenemos a pensar qué queremos decir cuando hablamos del ''mal" y qué es lo que decimos en realidad cuando llamamos malo a alguien, a una acción, o a un suceso, nuestras respuestas suelen ser endebles y difusas. Hay una disparidad entre la intensa pasión moral que sentimos cuando condenamos algo como malo y nuestra capacidad de conceptualizar lo que queremos decir con ese término. Y si apelamos a la filosofía moral tal como se la practicó en el siglo XX, no hallaremos gran ayuda. Los filósofos morales hablan con mucha mayor comodidad de lo correcto y lo incorrecto, de lo bueno y lo malo, de lo justo y lo injusto, que del mal. El ''mal" parece haber desaparecido del vocabulario de la mayoría de los filósofos morales, si bien sigue siendo por demás evidente en nuestra experiencia y nuestro discurso cotidiano.
El estímulo original para escribir El mal radical fue el pensamiento de Hannah Arendt, una pensadora del siglo XX que se enfrentó con lo característico de los males de ese siglo, desafío que pocos de sus pares llevaron adelante. Al reflexionar sobre sus aportes, acabé preguntándome: ¿qué podemos aprender sobre el mal de la tradición filosófica moderna? Este libro es el resultado de la travesía intelectual emprendida al tratar de responder esa pregunta.
Terminé el manuscrito del libro pocas semanas antes del 11 de septiembre de 2001. Los sucesos de ese día infame confirman algunos de los argumentos centrales. Pocos dudarían en designar como maligno lo que ocurrió ese día, paradigma mismo del mal de nuestra época. Y sin embargo, a pesar de las complejas emociones y respuestas que provocaron esos hechos, sigue siendo altamente incierto qué se quiere decir cuando se los llama ''malignos". Existe una retórica popular del ''mal", ya demasiado conocida, que se pone de moda en momentos críticos como ése, y que en verdad oscurece y bloquea el pensamiento serio sobre el sentido del mal. Mas bien, se usa el mal para acallar al pensamiento y para demonizar lo que nos negamos a entender.
Los filósofos y los politólogos se sienten mucho más cómodos cuando hablan de la injusticia, de la violación de los derechos humanos, de lo que es inmoral y no ético, que cuando hablan de la maldad. Cuando los teólogos y quienes filosofan sobre religión hablan del "problema del mal", normalmente se refieren a algo muy específico: el problema de cómo reconciliar la aparición del mal con la fe en un Dios omnisciente, omnipotente y benévolo. Incluso este discurso se ha hecho propio de especialistas y profesionales, alejándose de las experiencias de vida de la gente común. En gran parte de lo escrito al respecto figura una letanía de los conocidos ejemplos del mal; los horrores nazis, actos de sadismo voluntario, asesinatos gratuitos, torturas humillantes, sufrimiento extremo de inocentes, y el tradicional catálogo de pecados cristianos. A menudo se tratan estos problemas como si no fueran problemáticos. Lo importante del así llamado "problema del mal" no es en realidad caracterizar el mal y sus variedades, sino cómo reconciliar la maldad -más allá de cómo se la describa- con las creencias y convicciones religiosas. Es casi como si el discurso moral y ético contemporáneo hubiera abandonado el lenguaje del mal, algo que podríamos tratar de explicar de diversas formas. No hay duda de que el tradicional discurso religioso y teológico ha perdido peso en la vida cotidiana de la gente. Históricamente, siempre se asoció estrechamente el mal a las preocupaciones religiosas, sobre todo cristianas.
Existe otro motivo por el cual los filósofos se resisten a hablar del mal. En nuestra cultura popular hay una corriente subterránea de ''maniqueísmo vulgar": me refiero a la facilidad con la que el mundo se divide en fuerzas buenas y malas. El mal, como Nietzsche ya nos lo había demostrado, llega a representar todo aquello que uno odia y desprecia, lo que uno considera vil y repugnante, aquello que hay que extirpar violentamente. Este maniqueísmo vulgar puede asumir formas letales en las ideologías fanáticas. Hoy son los grupos más ideológicos y fanáticos quienes utilizan el lenguaje del mal para identificar aquello que desprecian y que desean destruir. Pero los problemas relacionados con el mal vuelven a acecharnos.
Entre nosotros se da una creciente ansiedad porque no podemos prevenir ni anticipar el estallido de males siempre nuevos. Arendt afirma que son la aparición del totalitarismo en el siglo XX, nos enfrentamos a un tipo de mal inaudito, el mal radical, en el que se hace un intento sistemático de volver superfluos a los seres humanos en tanto seres humanos.
También tenemos que enfrentar el fenómeno de la banalidad del mal, que consiste en que personas ''normales", ni monstruos ni demonios, pueden cometer actos monstruosamente malvados. Cada uno de los tres afirma que en nuestra época ha sucedido algo inaudito (y que no se podía anticipar), y que exige pensar de nuevo el mal.
Los conceptos tradicionales ya no resultan adecuados para ayudarnos a comprender lo que parece ser incomprensible. Y cada uno de estos pensadores nos advierte que no hay razón alguna para pensar que en el futuro no enfrentaremos nuevas formas de mal y nuevos interrogantes. La verdad es que no tenemos que esperar hasta el futuro, pues continuamente nos topamos con imprevistas formas de limpieza étnica, fanatismo religioso, ataques terroristas y variantes mortíferas de nacionalismo.
Sondear el mal es algo a mitad de camino entre dos extremos. No podemos renunciar a nuestro deseo de saber, de entender, de comprender el mal al que nos enfrentamos. Si nos resignáramos, nunca seríamos capaces de decidir cómo responder a sus diversas manifestaciones. Pero debemos evitar el extremo de engañarnos con que es posible la comprensión total.
Entender el mal de esta forma tiene importantes consecuencias prácticas. Significa que cuando nos enfrentamos a males específicos, ya sean éticos, sociales o políticos, el desafío es siempre el de buscar formas de combatirlos y eliminarlos. Y la tortura, la humillación, las masacres, los pogroms, las orgías sádicas, e incluso el genocidio, tienen una larga historia.