El miedo y la palabra
La verdad se abre paso lentamente. El 4 de mayo, medio centenar de mujeres fueron capturadas con lujo de violencia en San Salvador Atenco, estado de México, en el marco de un operativo contrainsurgente en el que participaron elementos de las policías militarizadas, federal y estatal. La mayoría de las prisioneras fueron sometidas a torturas físicas, sicológicas y sexuales. En algunos casos fueron violadas de manera tumultuaria. Sus desgarradores testimonios nos llevan a rozar los límites de lo impensable; nos acercan al horror. "La gente normal no sabe que todo es posible", decía David Rousset. Los testimonios de las presas políticas de Atenco sobre los ataques sádicos y lascivos que sufrieron de sus captores-violadores uniformados pueden provocar rechazo o bloqueo. Resistencia. En general, la comunidad "no puede creer" y "no quiere saber". Pero además, el caso nos acerca al fenómeno de la banalidad del mal del que nos hablaba Hannah Arendt, que consiste en que personas "normales", ni monstruos ni demonios, pueden cometer actos monstruosamente malvados.
Pese a las evidencias del horror, los mandos del operativo, general de brigada Ardelio Vargas, jefe del Estado Mayor de la Policía Federal Preventiva y vicealmirante Wilfrido Robledo, jefe de la Agencia de Seguridad del Estado mexiquense -y sus jefes políticos, el secretario de Gobernación, Carlos Abascal y el gobernador del estado de México, Enrique Peña Nieto-, negaron los hechos. Hoy admiten que hubo "excesos", eufemismo para justificar el terrorismo de Estado. Es necesario conocer el origen y la naturaleza del discurso que justifica la barbarie oficial. Porque conocerlo implica quizá desarmar su lógica, su vigencia, su eficacia. El acto inaugural del poder totalitario es definir al enemigo: el judío, el extranjero, el comunista, el machetero. Utilizados por los nuevos cruzados de una verdad maniquea como justificación para ejercer la violencia del Estado, conceptos como "subversivo" o "enemigo interno" pueden desencadenar una espiral ascendente, gradual y metódicamente calculada. Con el tiempo podrán ser subversivos todos los que no piensan como el poder. Y se corre el riesgo de que sólo haya una verdad y que la misma sea absoluta: la del régimen.
La tortura es un acto político ejercido por el Estado. Opera en el espacio social como un referente simbólico de punición, cuyos efectos trágicos apuntan no sólo a las víctimas directas, sino persiguen también el amedrentamiento y la parálisis del grupo social. Lo que el tema de la tortura y violación de las mujeres de Atenco propone es huirle, por asco y miedo. No hacerlo exige una vigilancia; requiere un alerta constante. La tortura y la violación son el acto y la figura paradigmática con que el poder violento busca legitimarse e imponer su ley. Se busca, sí, destruir las creencias y convicciones de las víctimas. Pero además, sus autores son agentes de un poder violento y su acción está destinada a la sumisión y la parálisis de la sociedad gobernada. El efecto buscado es la intimidación, el "no te metas". Tras la fachada jurídica y la lógica perversa del orden instituido, el mensaje del poder es que más allá del horror cotidiano, está el gran horror de la cárcel y la tortura: "Te puede pasar lo que a las presas de Atenco".
La resistencia a saber, individual y colectivamente, y el asco y el miedo que despierta siempre pensar en estos temas, son una realidad. De allí que representar lo irrepresentable del horror sea, hoy, en México, una tarea de salud pública. El silencio (o silenciamiento) es aliado o cómplice del terror. La palabra engendra esclarecimiento. La palabra intransigente, empecinada. La violación y el suplicio de la carne persigue también la humillación de la palabra. La tortura, como enseña Kafka, es la inscripción violenta en el cuerpo de una Ley y un Orden que se pretenden seguros, puros, totalizantes y exclusivos; que esto se haga en nombre del Estado de derecho, la defensa de las instituciones o la seguridad nacional es accesorio. No se trata del contenido del sistema de creencias, de las reglas o de un repertorio de valores que con certeza inequívoca y monolítica sancionan el bien y el mal. Se trata del procedimiento del terror que busca el consentimiento por sumisión, la adhesión por la violencia y castiga la desviación o trasgresión con suplicio y terror.
Para una mirada no comprometida y puesto en parangón con el festín planetario de violencia, el caso Atenco puede parecer menor. Pero el silencio y el olvido, la indiferencia y la impunidad sobre el horror de Atenco favorecerán la persistencia y reproducción de ese mal endémico. No se puede silenciar la historia. Otra vez aflora con terquedad el problema de las relaciones con el pasado, que muchos quisieran sepultado y amortajado, y las formas de resurgencia en el presente individual y colectivo. Como en la matanza de Tlatelolco y la guerra sucia de los setentas, no es ningún ánimo vengativo, sino preventivo el que anima a los que no podemos ni queremos olvidar el horror.
El fascismo -"espíritu de miedo envuelto en ira", recordaba Antonio Machado un verso de Herrera- tortura porque teme, y teme porque sólo torturando puede sobrevivir. No somos exorcistas que por conjurar a las brujas las convocan. Pensamos, por el contrario, que hay que vencer el asco y el miedo, el pánico y la huida que provocan hechos brutales como la violación y la tortura contra las presas políticas de Atenco, y que hay que poner la violencia política en el orden del día, para que su debate y conocimiento logren su erradicación.