Viento
Me miró a través de su vaso de licor como si examinara un bicho al microscopio, y en un inesperado giro nerudiano, el Robinsón dijo:
-Todas las islas del mar las hizo el viento.
¿Cómo se supone que debía tomarlo? ¿Cómo una floritura libresca? ¿Una provocación? ¿Una declaración de principios? Esperé. A que siguiera hablando. Le tomó rato, pero lo hizo.
-Una mañana descubrí en el horizonte, al norte de la isla, un punto negro que pronto adquirió la evidencia metálica de un buque. Flotante, compacto. Pero sobre todo, de metal. No sé si me explico. Llevaba tres años en una naturaleza intacta, sin los materiales de la civilización. No recordaba qué son el plástico, el fierro, el cemento. Sólo el vidrio, por las botellas. 'Vienen por mí', pensé, electrizado. Mi primera reacción fue huir, ocultarme.
"Tanto mensaje en botellas, mapa incluido. Auxilio-socorro con lo más parecido a un domicilio en las coordenadas de Fernandina, muy cerca, por cierto, de la línea internacional del tiempo, la hora cero de Greenwich. Luego yo, tan desdomicialiado. Alguna botella debió llegar a alguna parte. Por lo pronto, una lancha motorizada se aproximaba a las costa sonando una sirena. Estoico, esperé en donde estaba. No supe si saludarlos cuando desembarcaron. Eran rusos. Recibieron las indicaciones de un farero de Chile, que había pescado la friolera de 15 botellas mías, al parecer llevadas por una predecible y profunda corriente marina que resultó un auténtico pasadizo oceánico.
"No habían tomado los rusos muy en cuenta al farero chileno, pero guardaron el sobre que les entregaba, con un mapa trazado en la carátula. De milagro no lo perdieron; con la borrachera que cargaban esa noche. Me lo entregaron para que lo abriera. Bueno, abierto y manoseado ya venía. Una carta, firmada por Filemón Mantilla, contaba en palabras llanas cómo 'pescó' las botellas en la bahía donde vive, no lejos del Cabo de Hornos. Que las fue guardando hasta que las hizo públicas a su familia. Su hija mayor le aconsejó informar y el tal Filemón radió los datos. En una vuelta al pueblo el farero encontró a unos marinos rusos y se le ocurrió informarles. Ellos ya habían escuchado su mensaje radial, y sin darle mucha esperanza, aceptaron tomarlo en cuenta por si acaso.
"El farero corrió a su casa, tomó mis cartas, llegó a la papelería del puerto para fotocopiarlas, compró un sobre manila, un plumón y unas hojas de papel cebolla. Escribió una carta, la ensobretó con las copias y la entregó a los rusos. Unos seis meses atrás. Como si el aire se juntara en torno a mí, me di cuenta de que había vivido en la isla la aventura inmóvil más difícil, como diría Neruda.
-¿Neruda? -interrumpí, más bien hablando para mí. Viéndome que perdía el hilo de su narración, Robinsón advirtió, solemne:
-La última y nos vamos.
Llamó al mesero, ordenó y pagó. "Ni tan náufrago -pensé-. Ya carga dinero". El náufrago concluyó su relato.
-A partir de ahí todo se hace prosaico y se llena de trámites. Como no tenía nada que llevar conmigo, di la espalda a la isla y abordé la lancha de los rusos como quien camina al patíbulo. El barco Aleko me botó en Australia. Fui a dar a Sidney. El cónsul vino a recibirme después de una "inspección sanitaria" humillante, y tres días después volaba en un avión rumbo a la ciudad de México. Me harté de exámenes médicos y siquiátricos, entrevistas migratorias y compromisos inesperados. Desde entonces ya no siento llegar a ninguna parte. Ahora mismo me pondré de pie y saldré a la calle, usted tiene mi historia y yo nada a cambio. Y salgo otra vez, a regresar".
Apuró su trago, se incorporó, caminó hacia la puerta giratoria del bar y se emborronó a través de los cristales. Un espectro, como él se veía a sí mismo. Y pensé, vengándome de Borges: "No es lo mismo el eterno retorno que el retorno eterno". Quise imaginar que Cortázar sonreía en su tumba, y me invadió una fuerte sensación de viento.