De Cananea a Pasta de Conchos
Del primero al 3 de junio del año en curso rememoramos el centenario de la huelga de los mineros de Cananea. Bajo el grito de "¡cinco pesos, ocho horas! ¡Viva México!" y tres banderas rojas, los mineros, animados entonces por una acción directa de inspiración anarquista, se declararon en paro contra su patrón, el estadunidense William C. Green, de la Cananea Consolidated Cooper Company, por demandas fundamentales: salario de cinco pesos, jornada laboral de ocho horas, mejores condiciones de trabajo, trato digno y contra la discriminación laboral, pues los mineros extranjeros ganaban más y gozaban de mejor trato. Los mexicanos ganaban tres pesos por jornadas superiores a 10 horas, y los extranjeros siete pesos por jornadas mínimas y trabajos de menor riesgo.
En el México del último tramo del siglo XIX y de la primera década del XX, "la huelga" era un delito, prohibido por el Código Penal, sancionado con arresto de ocho días a tres meses y multas de 25 a 800 pesos, con el argumento de que no se podía impedir el ejercicio libre de la industria. Tan es así, que la revuelta de los mineros en búsqueda de "redención", según su propio discurso, acabó siendo reprimida con el concierto de empleados estadunidenses armados, tropas del 11 batallón enviadas por el gobernador y 2 mil 765 rangers que respondieron a la voz de auxilio del mismísimo cónsul de Estados Unidos. La protesta fue acallada, se contabilizaron 22 mineros muertos y más de una decena de representantes de los inconformes fueron enviados a San Juan de Ulúa, condenados a 15 años de prisión y trabajos forzados.
La agitación en las minas de Cananea sin embargo no era refractaría a los movimientos de yaquis, pimes y mayos en el estado de Sonora, y hasta de Teresita de Urrea, levantada contra la dictadura de Porfirio Díaz. Las reivindicaciones de 1906 fueron retomadas por otros movimientos de trabajadores, y como se sabe fecundaron el movimiento revolucionario de 1910. Algunas de ellas fueron plasmadas en la Constitución de 1917 y se convirtieron en los derechos sociales vigentes en México durante el siglo XX: salario y jornadas mínimas, sindicalismo, seguridad social y empleo estable.
No es necesario un análisis riguroso para advertir cien años después que las condiciones de los trabajadores mexicanos y de los mineros en particular se asemejan enormemente a lo que provocó los reclamos justos en Cananea. Actualmente la productividad media de la industria minera ha venido aumentando progresivamente, pasando de un índice de 100, en 1993, a 137.4, en 2003. Es decir, un incremento de 37.4 por ciento en 10 años. El producto interno bruto de la minería pasó de 19 mil 134 millones de pesos en 1993 a 21 mil 158 millones de pesos entre el año 2000 y el 2005. Según el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática los empleos directos en esa industria son 264 mil, y los indirectos, 1.5 millones.
Sin embargo, tal incremento sólo ha enriquecido a unos cuantos grupos de capitalistas, beneficiarios de la privatización de las minas, como es el caso de Grupo México, propietaria de la mina ocho, unidad Pasta de Conchos, de San Juan de Sabinas, Coahuila, que según información de la Bolsa Mexicana de Valores tuvo durante 2005 ventas por 5 mil 193 millones de dólares. Para los trabajadores los dividendos sólo han significado malos salarios y empleos inestables, dada la proliferación de la subcontratación, reconocida inclusive por la Cámara Minera de México, y lo que más ha resaltado en los recientes hechos que tienen que ver con mineros: la increíble inseguridad bajo la cual trabajan en los socavones o a tajo abierto, cuando la minería es la más riesgosa en el país de entre 121 actividades económicas, con una tasa de incidencia de riesgos de trabajo 4.4 veces mayor que el promedio nacional. Ante el centenario de esta paradigmática lucha obrera, no puede omitirse la reciente explosión ocurrida en Pasta de Conchos.
La información que ha sido dada a conocer a la opinión pública por los propios mineros y sus familiares, documentada también por organismos civiles de derechos humanos, no puede ser más elocuente de lo que pasa y del trato indigno que reciben. Además de todo lo que ya se había dado a conocer a la opinión pública después de la catástrofe del 19 de febrero, el 17 de mayo se informó que el Instituto Mexicano de Seguro Social también sabía ya de antemano todo lo que pasaba dentro de la mina, y no hizo nada, a pesar de que de acuerdo con su propia ley (artículos 81, 82 y 84 de la sección sexta, "Prevención de riesgo de trabajo"), tenía la obligación de intervenir.
Así, resulta por demás preocupante el silencio del Poder Ejecutivo, que ni siquiera ha recibido a los familiares, no obstante una solicitud formal y explícita al respecto. A la fecha no hay rescate de los cuerpos, y ante las evidencias de un presunto homicidio por negligencia, no hay adelantos de investigación alguna, ni por tanto ninguna sanción. Siendo el Ejecutivo el último responsable de lo que pasa en las minas del país, y corresponsable de hacer prevalecer la ley en ellas, no debe perder tiempo para hacer justicia y que no prevalezca la impunidad. De no hacerlo, tal vacío se convertirá en un peligro para la nación.