La cámara predadora
Las cifras son intimidantes. El gasto que los partidos políticos habrán realizado en la publicidad televisiva de sus campañas electorales entre el 19 de enero y el 28 de junio (según contratos ya firmados) asciende a 528 millones de pesos. El Instituto Federal Electoral prevé que la cantidad podría duplicarse hasta el 2 de julio. Hasta ahora, Roberto Madrazo ha invertido 349 millones; Felipe Calderón, 177, y Andrés Manuel López Obrador, 80. Si damos algún crédito a las encuestas electorales, dato que la arbitrariedad ha convertido en otro maleable hecho propagandístico, los números anuncian (respecto de las elecciones de 2000 y 2003) una recesión en el Partido Revolucionario Institucional, un descenso de Acción Nacional y la probable duplicación de los electores del Partido de la Revolución Democrática. Ergo: para la mercadotecnia de los candidatos, la televisión se ha revelado como un pésimo negocio. Las preferencias electorales no se deciden tan simplemente en las pantallas caseras. El axioma parece ser el de las proporciones inversas: el que más gasta en confección de imagen y depredación del adversario pierde más adeptos. Es obvio que el tejido profundo, social y político, en el que se conforma la coherencia y la fuerza de una opción, está muy lejos de la caja idiota. Las redes sociales, las lealtades locales, las voces subterráneas, las impresiones imaginarias todavía resultan más eficaces. Inclusive cabría pensar si un exceso de exposición televisiva no arroja los saldos contrarios: la incredulidad, la decepción, la duda.
Sea como sea, los electores parecen ser lo suficientemente sensatos como para no ceder al juego de lo fácil, de la tomadura de pelo, de campañas que homologan la gravedad de una justa presidencial con el boletincillo difamatorio y la venta de trucos de feria. Inclusive en la política, la difamación es un arte (y sobre todo un arduo y costoso trabajo). Para capitalizar las adversidades del contrario es preciso investigar, construir un caso, consolidar la acusación, desplegar argumentos. La propaganda negativa que han exhibido nuestros genios de la publicidad es de un primitivismo indomable. Se reduce a un collage de imágenes, una voz siniestra y la porra para el futuro vencedor. Patético.
Pero lo esencial no es la depredación mediática en sí, que expresa ya el estado deplorable del actual orden televisivo, sino los deprimentes efectos que tiene sobre la endeble democracia que finalmente lo sostiene. Que las televisoras no muestren la menor eficiencia electoral habla más de quienes las financian que de ellas mismas. En los números, al menos, las industrias de la conciencia muestran su indudable habilidad para hacer negocios con el dinero público.
La vastedad de las consecuencias de esta peculiar manera de hacer política es todavía incalculable. Hay una, evidente, que no se percibe en esas cifras, sino en las que apenas se comentan. Entre los meses de enero y marzo se gastaron en la publicidad de las campañas electorales 329.6 millones de pesos; 235.3 millones se destinaron a la televisión; 50.6, a la radio; 39.3, a los espectaculares; 3.4, a Internet, y la inverosímil cifra de ¡941 mil pesos! a la prensa y las revistas en su conjunto.
Las proporciones han seguido empeorando. La cifra es tan devastadora como los efectos que ha tenido sobre uno de los tejidos centrales del proyecto democrático. La diferencia entre la prensa escrita y los otros medios de comunicación (televisión, radio, espectaculares, panfletos, etcétera) no es ningún misterio. Los periódicos son un sitio donde se despliega el texto, la primera estación donde una sociedad se percibe a sí misma a través de la escritura. A veces rudimentaria y a veces no, es la única con la que se cuenta para garantizar esta fundamental operación. Sólo en la prensa, los eslogans políticos tienen la posibilidad de transformarse en una secuencia de argumentos, en despliegues programáticos, en disputas ideológicas. La función de la imagen es movilizar los instintos, no la capacidad de argumentar. Sólo en el texto la palabra deviene centro de reflexión entre el que lee y quien escribe. No es casual que en la mayoría de las democracias consolidadas existan límites drásticos, sancionados por la ley, que garantizan que el debate político se conduzca en la prensa escrita. Fue Silvio Berlusconi en Italia, propietario de las principales cadenas televisoras, quien puso en entredicho este tejido con los saldos terribles que se relatan en Homo videns.
Se entiende que los políticos busquen, mediante la propaganda, la mayor cantidad de electores posibles. Cientos de páginas de periódicos jamás alcanzarán el impacto de un anuncio promocional a la hora de las telenovelas. Pero si esta búsqueda redunda en la depredación de la prensa, las reglas para todos deben ser distintas. A menos que se quiera pasar al páramo inventado por Berlusconi.
Hoy se legisla sobre el universo de frecuencias que la televisión privada puede controlar. Pero falta una legislación acaso más fundamental: regular la relación y los límites entre la sociedad política y el régimen televisivo.
Una sociedad dominada exclusivamente por las industrias de la imagen es una sociedad carente de argumentos. Ahí la palabra no se puede dar ni tomar, sólo emitir. Es curioso que la operación básica de la televisión, la emisión, lleve el mismo nombre que precede al acto de hablar solo, del monólogo: el decreto.