El debate del 666
Las elites políticas, económicas y sociales de México han diseñado una democracia para los mexicanos de a pie que nos presentan como si en ella estuviera contenido el desarrollo y unas elecciones que parecieran implicar la democracia. De la misma manera las encuestas de opinión se nos venden como adelantos de la elección y el debate como un apretado sustituto de las ideologías, las plataformas, las trayectorias, las campañas y las personalidades. El debate tiene adosado algo que llaman "posdebate" y que es el espacio donde los medios condensan encuestas y debate para emitir un veredicto sobre el proceso electoral, que tiene el doble propósito de informar y formar la opinión que el ciudadano común deberá seguir, so pena de lesa televisión.
Se olvida, sin embargo, que los mexicanos, los del pueblo, han derrotado a las elites y sus medios de comunicación en cuatro ocasiones en los últimos 40 años. El movimiento estudiantil de 1968, la movilización social de 1985, el proceso electoral de 1988 y la respuesta popular al desafuero de 2005.
Con un formato plastificado por la combinación de muchos participantes y poco tiempo, el debate del 666 fue un nuevo encuentro entre las elites y el estado llano por prevalecer, primero, en la opinión pública y, finalmente, en la voluntad nacional. Los dos verdaderos contendientes, el de la derecha y el de la izquierda, encontraron su tiempo, su espacio y su atención reducida por los tres candidatos menores que, si bien están en el proceso, no están en la competencia.
Aún impuesto, el ejercicio es un elemento del proceso electoral que, aunque no permite a los participantes hacer verdaderas exposiciones de criterios, proyectos y metas, junto con el posdebate sí termina induciendo alguna apreciación, superficial o de fondo, de parte de los posibles votantes. Por ejemplo, en muchísimos hogares se habrá comentado que Felipe Calderón se había quitado los anteojos para después, con asombro, elogiar la calidad de sus nuevos lentes livianos y casi imperceptibles.
Sus intervenciones fueron menos apreciadas que sus anteojos porque en realidad solamente persistió en las dos principales líneas de su campaña electoral: las promesas ligeras y fáciles, los lugares comunes y las descalificaciones. Muy a su pesar o muy a su gusto, no acertó sino a recitar los elementos discursivos del gobierno actual. De la "enchilada completa", a pesar de que se les quemó, dio los ingredientes, pero no el nombre; de la política exterior, sin aventurar una propuesta específica, se atrevió a calificar de error considerar que la política exterior debe ser una extensión de la interior; la primera lección en cualquier escuela de internacionalistas.
Por su parte, Andrés Manuel López Obrador lució mejor que en su mensaje televisado de la semana pasada. Su primera presentación fue lógica y clara. En política exterior tocó, también superficialmente, pero con una percepción clara de los errores y problemas actuales, la importancia de tener con Estados Unidos una relación orientada a la cooperación, pero digna; con América Latina la recuperación del diálogo y el entendimiento; en la política internacional la actuación responsable con mesura y sin protagonismos. Y lo más importante, la atención al problema migratorio, llave de la relación con los vecinos del norte, interesándose tanto en los mexicanos de allá como en los que permanecen aquí.
No hay duda de que el debate lo ganó López Obrador. Falta aún ver la manipulación del posdebate. De cualquier manera, lo importante es la elección y todo indica que el electo será AMLO.
La quinta derrota de los medios será el próximo 2 de julio, momento en que se definirán el rumbo y las opciones del país. Será una derrota de las elites y de las derechas y un triunfo popular. Será, por lo tanto, un triunfo de México.