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Ampliar la imagen Después del debate del 6 de junio, los candidatos presidenciales Andrés Manuel López Obrador y Felipe Calderón festejaron con sus respectivos simpatizantes FOTOMarcoPeláezyJoséAntonioLópez
Ampliar la imagen Después del debate del 6 de junio, los candidatos presidenciales Andrés Manuel López Obrador y Felipe Calderón festejaron con sus respectivos simpatizantes FOTOMarcoPeláezyJoséAntonioLópez
Arde el país y los sesudos analistas tocan el arpa. Algún aspirante a eco de Umberto Eco, a filólogo de petate, hizo notar por ahí que los mexicanos insistimos en decir que los cangrejos caminan para atrás, siendo que caminan de lado. Maquiavelo y Tácito aconsejaban acudir a la historia. Y resulta que Guillermo Prieto y el imaginario colectivo cantaban a los reaccionarios de entonces y de siempre aquello de "cangrejos al compás, marchemos para atrás". Y para allá vamos. Aunque resultara que la ultraderecha y sus modernos adherentes caminen de ladito.
Pasó, se transmitió y se transmutó el segundo debate. Al compás del cambio de imagen; para verse como quisieran sus asesores que los viera la multitud mesmerizada por la televisión; para que la ira y el desprecio sean remedo de gesto cortesano. Como si la política de las campañas mediáticas se redujera a cambiar de imagen y bastara mudar de corbata con el desparpajo de los oportunistas que cambian de partido y de chaqueta. Como si no hubiera crisis alguna, ya no digamos las vueltas a la noria de las crisis recurrentes.
¿Arde París?, preguntaba el magnífico libro que narra la retirada nazi de la capital de Francia y las órdenes del hitlerismo histérico, desobedecidas por un comandante alemán con memoria y respeto al proceso histórico de San Luis al Siglo de las Luces. Y al presente. Hace unos días, París literalmente ardía. Las barriadas del Banlieu eran campo de batalla de jóvenes marginados; los automóviles eran las hogueras de la vanidad en el desencuentro de la riqueza generada con tanta eficiencia y tan injusta como incompetentemente distribuida por el mercado. No hablo de Rogelio Ramírez de la O, Carlos Salinas y Andrés Manuel López Obrador como inesperada trinidad de la mano invisible. Hablo del elegante primer ministro Dominique De Villepin, puesto en jaque por los estudiantes que tomaron las calles y rechazaron la Ley de Primer Empleo.
A eso llaman flexibilidad laboral la ultraderecha y tecnocracia nuestras. Ardió París y las cenizas reavivaron el fuego de viejos escándalos, de la corrupción intercambiable en la contienda interna por la sucesión de Jacques Chirac. Crisis de gobierno. Crisis en el sistema presidencialista mixto, fruto del genio y voluntad de poder del general De Gaulle. Allá sí puede haber un gobierno de coalición ("cohabitación" lo llaman), como el que propone Felipe Calderón Hinojosa, quizá bajo la influencia del abortado ensayo de Ernesto Zedillo, quien designó a un panista procurador general de la República para instaurar no un gobierno de coalición, sino de colusión.
No cambiar de imagen, cambiar de veras. Y ahí vamos, al compás de los cangrejos. El simulacro de debate tiende un velo sobre las ideas. El cambio de imagen sirvió apenas para que cada facción delineara infantiles trazos de lo que debiera ser un estadista en la sociedad del conocimiento. Al final se impuso el ánimo rijoso. Acusación directa de López Obrador y desmentidos de Calderón. Los propósitos de esbozar proyectos y programas se frustraron para dejar las luminarias al intercambio de amenazas y acusaciones entre la izquierda silvestre y la derecha pura, dura, autoritaria y retardataria.
A estas alturas de la alternancia, con tres elecciones federales que privaron al Ejecutivo de la mayoría en el Congreso, con un presidente al que impone silencio la Suprema Corte de Justicia, con gobernadores al frente de espacios de poder real y, sobre todo, con instituciones de probada eficacia para organizar elecciones legales y creíbles, resulta que se impone la urgencia de convocar a los candidatos, a los partidos, a firmar un pacto de civilidad; a comprometerse a respetar los resultados de las elecciones del 2 de julio.
Tanto nadar para ahogarse en la orilla. Ante la descabellada injerencia electoral del presidente Fox, un candidato, Andrés Manuel López Obrador, tuvo la ocurrencia de solicitar audiencia con el titular del Poder Ejecutivo al que con tanto empeño se había privado de toda intervención en el proceso electoral. Como si todavía fuera el árbitro de última instancia. Y al llegar la hora de ponerse ante las cámaras de la televisión para lucir el cambio de piel, confiesan su temor a los conflictos poselectorales, a que la polarización y las campañas sucias reactiven lo que no se ha ido del todo, salvo en los comicios presidenciales de 2000: las protestas, la toma de calles, plazas y oficinas gubernamentales. Queda en todo caso acudir al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
Ahí no se expresaron temores de los cinco candidatos registrados. O, si el pragmatismo reduce la democracia a croar de ranas pidiendo rey, de los tres que disputan el voto popular y el mandato que con la mayoría de uno de los millones de votos que lleguen a las urnas, deposita el Poder Ejecutivo en un solo individuo. Pasado el debate virtual de la imagen, lo dicho por Roberto Madrazo no logró acabar con la conspiración silenciosa del buen gusto; la de los analistas y cronistas convencidos de que es políticamente incorrecto mencionar al PRI y, sobre todo, reconocer que existen y persisten la estructura del partido, sus cuadros y una base de poder con 17 gobernadores, mayoría relativa en ambas cámaras del Congreso de la Unión y el mayor número de municipios gobernados.
Llovió lodo y los desencuentros de dirigentes y voceros en la disputa del posdebate dejaron amargo sabor a crisis. Pese a los cargos hechos por López Obrador a Calderón Hinojosa, que involucran a un cuñado del candidato del PAN en el añejo hábito del tráfico de influencias y nepotismo, se reunieron y acordaron respetar los resultados de la elección. Esto es, obedecer la ley. Pero el litigio desaforado en el intercambio de acusaciones entre voceros y validos de Andrés Manuel López Obrador y de Felipe Calderón deja la amarga certidumbre de que uno de los dos miente. Así, marchamos hacia una elección litigiosa resuelta ante los tribunales.
El IFE aprobó el acuerdo de los contendientes. Nadie renuncia a impugnar. Y en la hora en que la democracia electoral es pasaporte al nuevo orden capitalista, con aval de Washington, la desmesura no es característica exclusiva de lo tropical. Roberto Madrazo hizo sonar la alarma y advirtió del peligro de una elección judicializada; una en la que con pleno apego a la letra de la ley, si se quiere, unos cuantos jueces decidan por los millones de mexicanos que vayamos a las urnas.
No es cuento lo del recuento suspendido en el estado de Florida y la resolución de la Suprema Corte de Estados Unidos que decidió la victoria de George W. Bush sobre el candidato demócrata Al Gore. No digo que fuera un golpe de Estado jurídico, pero debieron dejar la decisión al Congreso, como lo dicta su Constitución y lo precisa su sistema de votos electorales y no de elección directa. Por eso dijo uno de los ministros de la Suprema Corte que no se privaba a ciudadano alguno de elegir al presidente, porque ningún ciudadano tenía ese derecho.
Pero nosotros elegimos al presidente de la República con el voto directo, universal y secreto de los ciudadanos. Los candidatos pueden impugnar resultados ante los tribunales y eso resolvió el dilema de los conflictos poselectorales. Pero la polarización, el uso y abuso de filtraciones; los cargos de corrupción, de enriquecimiento desde el poder, de nepotismo y evasión de impuestos; todo el lodazal de la campaña sucia y el engañoso ensayo de imponer por referéndum de encuestadores un bipartidismo que nunca existió, siembran el desaliento y hacen temer que se llegue al extremo de obligar a que los magistrados sustituyan la voluntad soberana de los votantes.