Usted está aquí: domingo 11 de junio de 2006 Política Los nombres del juego

Rolando Cordera Campos

Los nombres del juego

Sin el dramatismo de aquella gran cinta sobre la tragedia yugoslava, hoy podemos decir también que hay vida después del debate, como la habrá después del 2 de julio. La democracia, que primero se nos otorgó desde el poder y luego mal hicieron las elites encaramadas en partidos y ONG, se afirma a través de vericuetos y desencuentros, pero sus fallas sistémicas o atribuibles a sus hombres son más bien prueba fehaciente de que a pesar de todo se mueve, entre otras cosas porque para nadie, o para muy pocos, queda de otra. La fantasía panista de que todo estaba consumado y no quedaba sino esperar la llegada de su mesías cayó por los suelos, pero ellos siguen ahí, como lo hacen el priísmo y la alianza que López Obrador pudo tejer sobre y a pesar de su partido.

La oferta sobrevive al mito de sus promotores y aquello del gobierno de coalición, de unidad nacional -llegó a decir la noche del debate- en que Calderón cifra su triunfo, sigue vivo y colea, y dará mucho de qué hablar y quejarse en este cierre que será avasallado por el improperio, el lloriqueo y la mentira. El PAN y sus coros aumentados por el éxodo priísta insistirán en que el peligro quedó configurado por la reacción final de un pausado y tranquilo López Obrador, y su mensaje de mano firme, ley y orden habría sido validado por la salida de tono del Peje. Pero frente a esta conclusión, se expandirá desde la izquierda y sus aliados otra forma de la confianza en el triunfo sobre el miedo, basada en la idea de que se puede ganar por la buena, porque hay bases y convicciones, y se cuenta con un dirigente político probado y no sólo con un hombre valiente y apasionado de una causa.

El "no debate", en efecto, no despejó la ecuación fundamental del voto secreto que sigue en el aire. Tampoco sirvió de cemento del triunfalismo panista, fruto más que nada de una pésima lectura de lo que está detrás de las encuestas. El espíritu de triunfo inevitable que embargaba a Calderón hasta la noche del martes, por lo demás explicable en todo contendiente que se toma en serio, no dio para mucho, porque a pesar de que pudo llevar a su adversario a interrumpir su calma sorprendente e irritante para muchos, no pudo con ello poner en evidencia su falta de temple ni comprobar el núcleo de su estrategia mediática: que López Obrador tiene un carácter de miedo, mercurial y sin coto ni centro, lo que, adivínelo usted, ¡lo hace un peligro para México!

Poco salió de este encuentro que será el último de la campaña, pero tal vez apenas el primero de la serie que habrán de tener los partidos grandes, porque de que esto ocurra depende en buena medida la estabilidad mínima del trayecto sucesorio. Se soporten o no, los contendientes y adversarios de hoy no pueden darse el lujo de volverse enemigos mañana, salvo que la derecha emergente quiera quemar de plano sus naves, siguiendo las enseñanzas de Aznar, o que la izquierda cívica, moderada y democrática, decida, ante una eventual derrota, homenajear a los mitómanos de enfrente y de sus propios flancos y echar al niño junto con el agua sucia de su enrarecida bañera.

La configuración del sistema político que produjo la transición avanza y se afirma a tumbos, aunque sería absurdo proponer que dicho sistema y sus jugadores están maduros para formar coaliciones de amplio espectro y alcance, capaces de sustentar las veleidades de la lucha democrática y dar a luz gobiernos eficaces y legítimos. Si de algo sirvió el debate, fue para poner a flor de tierra las debilidades profundas y graves que aquejan a los dirigentes, a sus asesores y acompañantes, en materia de reflejos retóricos, imaginación polémica e intuición estratégica. Y este inventario está, en realidad, por hacerse.

La solución unívoca que el PAN y Calderón buscaban confirmar el martes no apareció, entre otras cosas porque nada como eso existe en una diversidad tan silvestre como la nuestra. Para volver realidad sus proyectos de renovación en la continuidad, sustentada en un bloque histórico y social articulado por ellos pero alimentado por los náufragos del neoliberalismo priísta, tendrán no sólo que ganar el 2 de julio sino convencer a las mayorías desprotegidas y a los segmentos proletarios acosados por la desigualdad y la insensibilidad burocrática de que vale la pena esperar otro rato para que, con orden, se dé el progreso, siempre y cuando las hordas populistas hagan mutis y todos ellos dejen de creer en sus caudillos. Mucho pedir, si se quiere, pero apenas lo elemental si de lo que se trata es de fundar, desde la derecha, un nuevo régimen.

Para la izquierda que apenas se atreve a decir su nombre con apellidos -democrática, gradualista, respetuosa de equilibrios que sus dirigentes consideran básicos no sólo para ganar sino para gobernar, etcétera, etcétera-, el camino se aparece igual de tortuoso, largo, desesperante. Hay que ganar con votos el 2 de julio y, luego, persuadir a los demás, incluyendo a importantes segmentos del bloque adversario de que es necesario y factible otro curso de desarrollo, porque entre otras cosas el actual no da para más.

El nombre del juego, así, es persuasión y firmeza, acompañadas de destreza para la negociación y la unión de voluntades distantes, disímbolas, encontradas. Nada más ajeno a una izquierda que de pronto se vuelve arrogante o hereda lo peor del fideísmo de aquella izquierda que se creía condenada a ganar por mandato y bondad de la historia.

El debate no fue ni siquiera un tenue simulacro de estas tareas. Pero estas son, entre otras, las que tienen que acometer los grupos que buscan dirigir el Estado y forjar nuevas y durables coaliciones de interés y convicción. Así está el país y así lo exige la hora del mundo. Como se ve, hay vida después del debate... y del 2 de julio. Pero no hay espacio ni tiempo para la autocomplacencia. Dura e impura, pero vida al fin.

 
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