Usted está aquí: miércoles 14 de junio de 2006 Opinión El coro que traemos en la memoria

John Berger

El coro que traemos en la memoria

Ampliar la imagen Pier Paolo Pasolini (1922-1975), escritor y director de cine italiano Foto: Archivo

Si digo que era como un ángel sería la cosa más estúpida que se haya dicho de él. ¿Un ángel pintado por Cosimo Tura? No. Hay un San Jorge de Tura que se parece tanto que es como si hablara. El aborrecía los santos oficiales y los ángeles beatíficos. Entonces, ¿por qué decirlo? Porque su habitual e inmensa tristeza le permitía compartir bromas, y la mirada en su rostro afligido repartía risa al adivinar con exactitud quién la necesitaba más. Y mientras más íntimo fuera su contacto, más lúcido se volvía. Podía suavemente murmurarle a las personas el peor de los sucesos que se le ocurría y, de algún modo, hacerlos sufrir un poquito menos, ''porque nunca tenemos desesperación sin un poquito de esperanza", ''Disperazione senza un po' di speranza", dijo Pier Paolo Pasolini (1922-1975).

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Creo que dudaba de muchas cosas respecto de sí mismo, pero nunca de su don de profetizar que, tal vez, es la única cosa de la que le habría gustado dudar. Mas, como era profético, viene en nuestro auxilio aun hoy, en la era que vivimos. Acabo de ver un filme realizado en 1963. Es sorprendente que nunca se mostró en público. Arriba hoy como un mensaje proverbial puesto en una botella que fue arrojada, después de ser lavada por 40 años, a nuestras playas.

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En 1962, la televisión italiana tuvo una brillante idea: invitar a un realizador cinematográfico para que respondiera a la pregunta: por qué hay en todo el mundo miedo a la guerra. Al realizador se le daría acceso a los archivos noticiosos de la televisión entre 1945 y 1962 y podría editar cualquier material que escogiera, además de escribir un comentario que con voz en off acompañara la edición. Sería un programa televisivo de una hora. La cuestión era ''candente" porque, en ese momento, el miedo de otra guerra mundial cundía por todas partes. La crisis de los misiles entre Cuba, Estados Unidos y la Unión Soviética ocurrió en octubre de 1962.

La televisora le pidió esto a Pasolini, que había filmado ya Accattone, Mamma Roma y La Ricotta, y era una figura controvertida en los titulares de los diarios. Aceptó. Realizó un filme titulado La Rabbia (La rabia).

Cuando los productores vieron la película, les dio miedo transmitirlo e insistieron en que un segundo realizador, un notorio periodista de derecha llamado Giovanni Guareschi, hiciera una segunda parte para que ambos filmes se presentaran como uno solo. El vuelco de los acontecimientos hizo que no se mostrara ninguno.

La Rabbia, diría yo, es un filme inspirado en un fiero sentido de entereza, no de ira. Pasolini mira lo que ocurre en el mundo con resuelta lucidez. (Hay ángeles dibujados por Rembrandt que tienen la misma mirada.) Y es así su mirada porque la realidad es todo lo que tenemos para amar. No hay nada más.

Su rechazo de las hipocresías, las medias verdades y las pretensiones de los voraces y poderosos es total, porque anidan y fomentan la ignorancia, que es una forma de ceguera ante la realidad. Y porque profanan la memoria, incluida la memoria del lenguaje mismo, que es nuestro legado más primordial.

Pero la realidad que él amó no podía suscribirse fácilmente, porque en aquel momento representaba un desengaño histórico muy profundo. Los antiguos anhelos que florecieran y abrieran en 1945, tras la derrota del fascismo, habían sido traicionados.

La Unión Soviética había invadido Hungría. Francia comenzaba su cobarde guerra contra Argelia. Los procesos encaminados a la independencia de las antiguas colonias africanas entrañaban un macabro acertijo. Lumumba fue liquidado por los títeres de la CIA. El neocapitalismo planeaba ya su toma del poder global.

Y pese a esto, el legado era mucho muy precioso y era muy duro abandonarlo. O, para ponerlo de otra manera, era imposible ignorar las evidentes demandas de realidad no expresadas. Aquella visible en la forma de usar una chalina. En el rostro de un hombre. En una calle llena de gente que exige menos injusticia. En la risa de sus expectativas y la temeridad de sus bromas. De ahí provenía su rabia de entereza.

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La respuesta de Pasolini a la pregunta original de la televisora fue simple: La lucha de clases explica la guerra.

El filme termina con un imaginario soliloquio de Gagarin, el cosmonauta, después de haber visto la Tierra desde el espacio exterior, en el que observa que todos los hombres, vistos a cierta distancia, son hermanos que deberían renunciar a las sangrientas prácticas de nuestro planeta.

Sin embargo, en esencia es un filme que aborda experiencias que las preguntas y las respuestas dejan de lado: el frío del invierno para los desamparados, el calor que brinda el recuerdo de los héroes revolucionarios, lo irreconciliables que son la libertad y el odio, el aire campesino del papa Juan XXIII cuyos ojos sonreían como una tortuga, las faltas de Stalin que fueron nuestras faltas, la demoniaca tentación de pensar que ya no es posible luchar, la muerte de Marylin Monroe y cómo la belleza es lo que se salva de la estupidez del pasado y el salvajismo del futuro, la sensación de que la Naturaleza y la Riqueza son la misma cosa para las clases pudientes, las lágrimas hereditarias de nuestras madres, los hijos de los hijos de los hijos, las injusticias que siguen incluso a una victoria noble, el leve pánico en los ojos de Sophia Loren mientras observa las manos de un pescador que corta una anguila...

El comentario que corre sobre la película blanco y negro lo encarnan dos voces anónimas; de hecho, son las voces de dos de sus amigos: el pintor Renato Guttuso y el escritor Giorgio Bassani. Una es la voz de un comentarista urgente, la otra es la voz de alguien que es medio historiador, medio poeta, la voz de quien profiere ensalmos. Entre los temas principales que cubre el filme están la revolución húngara de 1956, la segunda candidatura de Eisenhower a la presidencia, la coronación de la reina Isabel de Inglaterra, la victoria de Castro en Cuba.

La primera voz nos informa y la segunda nos recuerda. Qué. No exactamente lo olvidado (es más astuta), sino lo que habíamos decidido olvidar, y tales decisiones comienzan con frecuencia en la niñez. Pasolini no olvidó nada de su niñez -de ahí la constante coexistencia del dolor y la diversión en todo lo que buscaba. Nos hace sentir vergüenza de nuestro olvido.

Las dos voces funcionan como un coro griego. No pueden afectar el resultado de lo que se nos muestra. No interpretan. Cuestionan, escuchan, observan y le dan voz a lo que el espectador puede, más o menos desarticuladamente, estar sintiendo.

Y lo logran, porque están conscientes de que el lenguaje que comparten los personajes, el coro y el espectador, es el depósito de una ancestral experiencia común. El lenguaje mismo es cómplice de nuestras reacciones. No puede ser engañado. Las voces hablan claro, opinan, no para coronar un argumento, sino porque sería vergonzoso -dada la enormidad de la experiencia y el dolor humanos- que no se dijera lo que tienen que decir. Si no fuera dicho, nuestra capacidad de ser humanos se vería disminuida.

En la antigua Grecia el coro no lo formaban actores, sino ciudadanos hombres, escogidos por el choregus, el maestro del coro para ese año. Representaban la ciudad, venían del ágora (el foro, la plaza). Y en calidad de coro se volvían las voces de muchas generaciones. Cuando hablaban de lo que el público ya reconocía, eran los abuelos. Cuando daban voz a lo que el público sentía pero era incapaz de articular, eran los aún no nacidos.

Todo lo anterior lo logra Pasolini con una sola mano y sus dos voces mientras da pasos, enrabiado, entre el mundo antiguo, que desaparecerá con el último campesino, y el mundo futuro de los cálculos feroces.

En muchos momentos el filme nos recuerda los límites de la explicación racional, y de la frecuente vulgaridad de términos como optimismo y pesimismo.

Los mejores talentos de Europa y Estados Unidos, anuncia, nos explican teóricamente lo que significa morir (luchando por Castro) en Cuba. Mas lo que realmente significa morir en Cuba -o en Nápoles o en Sevilla- sólo puede decirse amando, a la luz de una canción y en la luz de las lágrimas.

En otro momento propone que todos soñemos el derecho a ser como fueron nuestros ancestros. Y luego añade: sólo la revolución puede salvar el pasado.

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La Rabbia es un filme sobre el amor. Su espíritu es cercano al comentario de Simone Weil en La Pesanteur et la Grace: ''Amar a Dios más allá de la destrucción de Troya y Cartago, y sin consuelo. El amor no es consuelo, es luz". ("Aimer Dieu à travers la destruction de Troie et Carthage, et sans consolation. L'amour n'est pas consolation, il est lumière.")

O para ponerlo de forma diferente, su lucidez es la del aforismo de Kafka: ''El Bien es, en cierto sentido, inconsolable".

Es por esto que digo que Pasolini era como un ángel.

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Este filme dura únicamente una hora, una hora que se confeccionó, midió y editó hace 40 años. Y contrasta tanto con los noticiarios que vemos y con la información con que nos alimentan ahora que, cuando la hora termina, uno se dice que no son sólo las especies animales y vegetales las que hoy son destruidas o extintas: también son nuestras prioridades humanas, una tras otra. A estas últimas no se les rocía con plaguicidas, sino ''eticocidas" -agentes que matan la ética, y como tal cualquier noción de la historia y la justicia.

Los objetivos principales de estos agentes son nuestras prioridades -que evolucionaron de la necesidad humana de compartirnos, legarnos, consolarnos, condolernos y esperanzarnos. Los noticiarios rocían ''eticocidas" día y noche.

Estos agentes son tal vez menos efectivos, menos rápidos de lo que creyeron los controladores, pero han logrado enterrar y esconder el espacio imaginativo que requiere y representa cualquier foro central, público. (Nuestros foros están en todas partes, pero por el momento son marginales.) Y en erial de estos foros borrados (reminiscente del páramo en que fuera asesinado por los fascistas), Pasolini nos une con su rabia, y su ejemplo de entereza es el de cómo mantener el coro que traemos en la memoria.

La Rabbia. Producida por Gastone Ferrati (OPUS Film), Galata, 1963.

Traducción: Ramón Vera Herrera

© John Berger

 
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