Comer o vestir: dilema de los migrantes
La semana pasada me trasladé a Carolina del Norte para continuar con una investigación que se inició en la península de Delmarva. Ambas regiones se enmarcan en lo que se ha denominado "nuevos destinos migratorios", una de cuyas características es que desde los años 90 reciben trabajadores migrantes latinos, especialmente mexicanos, como nunca antes. Una parte muy importante son indocumentados y, de acuerdo con datos del Pew Hispanic Center, conforman una población de cerca de 12 millones de personas, de los cuales 57 por ciento son mexicanos. Es innecesario reiterar hasta qué punto su situación es precaria, pues las leyes laborales no se aplican, son los peores pagados en la estructura del mercado laboral, no pueden acceder a ningún programa federal o estatal de tipo social ni de salud debido a su condición administrativa que los mantiene en el limbo jurídico. A pesar de todo, siguen llegando sin pausa a Estados Unidos, como consecuencia de la imposibilidad para acceder a empleos remunerados que les permitan llevar una vida decente en sus lugares de origen y por la creciente necesidad estadunidense de trabajadores para ocupar determinados sectores productivos, tales como la agricultura, ciertas industrias, sobre todo procesadoras de carne, pollo y pescado, los servicios, y ahora, en forma creciente -por encima de lo que han sido sectores tradicionales de recepción de estos migrantes- en la industria de la construcción. Pero si bien esto sucede con los migrantes indocumentados, cuya justificación para no otorgarles ningún beneficio es su supuesta "ilegalidad", resulta que aquellos que llegan contratados mediante las llamadas visas H2A, que funcionan para atender las necesidades de mano de obra de los rancheros en los campos de Estados Unidos, y por tanto son legales, ¡oh! sorpresa, no sólo no están mejor, sino quizá hasta peor.
Gracias a la generosidad de Leticia Zavala, funcionaria del sindicato Farm Labor Organizing Committee, AFL-CIO, al que hay que reconocerle la extraordinaria labor que lleva a cabo en favor de los trabajadores migrantes, a pesar de los obstáculos permanentes que deben enfrentar por parte de las asociaciones de rancheros, presencié la llegada de una flotilla de siete camiones repletos de migrantes con visas H2A. Todos iban a laborar en algún rancho de Carolina del Norte por un periodo de tres a seis meses, dependiendo del tipo de cultivo -pepino, camote, tabaco, tomate, melón, sandía-, después del cual vuelven a su lugar de origen. Provenían de Tamaulipas, Hidalgo, Querétaro, Zacatecas, Durango, Puebla, Sinaloa y San Luis Potosí. Hablé con treinta de ellos, la mayoría campesinos, con una escolaridad promedio de primaria completa; algunos cursaron secundaria y otros preparatoria; la edad fluctuaba entre los 25 y 45 años. Los problemas más acuciantes que enfrentan comienzan con el trabajo extenuante, que puede ir de 10 a 12 y hasta 14 horas diarias, sábados y domingos incluidos, sin recibir pago por horas extras por lo que, si bien su salario es un poco más alto que el de otros, 8.51 dólares/hora, bajo estas condiciones se reduce dramáticamente. No tienen acceso a ningún seguro médico, así que si tienen algún problema de salud deben acudir a médicos particulares por su cuenta y se les descuentan los días no laborados. A pesar del tremendo sol bajo el cual trabajan, el ranchero no tiene obligación de darles agua potable para beber; y no se puede cambiar de patrón, aun cuando éste viole de manera flagrante las condiciones pactadas. Muchos viven en galerones, donde conviven entre 40 y 50 trabajadores que hacen uso de un solo refrigerador y una estufa, por lo que la comida que compran para elaborar su alimento la guardan debajo de su camastro. También viven hacinados en casas destartaladas, donde conviven 15 o más en condiciones lamentables. Uno de sus más grandes reclamos es que después de trabajar más de doce años bajo estas condiciones, no hay futuro ni posibilidad de pensión para jubilación ni algo que se le parezca.
Un trabajador me dijo que sentía vergüenza de tener que aceptar esas condiciones que lo hacían sentir como esclavo, como animal, pero que la pobreza era tan grande que no le quedaba de otra y se lamentaba de que México, teniendo todos los recursos para ser un país desarrollado, hubiera decidido para ellos el camino de su expulsión para beneficiarse de las remesas. Otro trabajador que terminó la preparatoria me explicó que su salario en México era tan insuficiente que cuando recibía sus mil pesos a la semana por trabajar en la pavimentación de carreteras tenía que decidir con su familia entre comer o vestir.
Esta triste historia, que se repite día tras día, nos obliga a cuestionar los beneficios de la supuesta "legalidad" por la cual quieren hacer pasar a los nuevos flujos migratorios, cuando en la realidad parece el camino para mantener la esclavitud de la fuerza de trabajo. Por ello no es extraño que la mitad de los inmigrantes "no autorizados" en Estados Unidos, es decir, entre 4.5 y 6 millones de personas, ingresaron con visas que dejaron caducar sin salir del país.