La gran división
Llegamos exhaustos a la hora de la verdad electoral sin saber bien a bien lo que va a pasar. Muchos, incluso, dirían hoy, y se preguntarán el domingo 2 y el lunes 3, por el sentido de lo que hicieron o dejaron de hacer, y es probable que la cantidad de ciudadanos que mantenga una gran incertidumbre sobre su futuro personal y el del país sea muy grande.
Este es el cuadro de arranque para el nuevo gobierno y no habrá festejo nocturno que logre exorcizarlo. Así está México: cruzado por la inseguridad y la desazón, marcado por la confrontación y la arrogancia demoscópica, y cruzado hasta lo profundo por una división social que, como pocas veces en su historia moderna, emerge impetuosa desde un subsuelo tan corroído como negado por las varias camadas que han gobernado su Estado o usufructuado su riqueza.
A lo largo de su evolución, el país se ha empeñado en recordar al Barón de Humboldt por el lado malo. El gran sabio alemán describió a la Nueva España como la tierra de la desigualdad, y así lo habría hecho hoy, después de tres grandes revoluciones sociales y casi dos siglos de construcción de una república liberal y un Estado comprometido con la justicia social, el progreso económico y, al final del régimen posrevolucionario, con la democracia.
El tiempo se volvió largo y ya nos preparamos para conmemorar Independencia y Revolución, pero la desigualdad, que ahora se presenta acompañada por la pobreza urbana masiva, se ha convertido en un espectral cuanto ominoso presente continuo. De aquí, tal vez, la necedad de muchos actores de la política moderna de negar este núcleo como el central de la vida social contemporánea, y la irracional conclusión a la que han llegado: proponer que "por el bien de todos, primero los pobres" polariza al país y actuar en consecuencia: a polarizar hasta extremos inauditos, por peligrosos para ellos mismos, la contienda electoral, y proyectarla como un momento de decisión vital para todos, en vez de como uno más en la construcción de una democracia avanzada y una sociedad menos injusta.
La gran división social que emerge de las crisis económicas y del cambio estructural ha sido profundizada por estos años de estreno del milenio, en los que se impuso el estancamiento estabilizador de Francisco I, pero su politización no proviene de la reacción o la revuelta de los afectados sino de una estrategia de defensa agresiva de los beneficiados o que pudieron conservar sus privilegios. La lucha de clases, tan lejos de la historia mexicana gracias a las reformas de los años 30 y a la operación del presidencialismo autoritario, corporativo pero incluyente mediante la "economía política del túnel" (Hirschman), revive hoy bajo convocatoria y conjuro de los ricos y poderosos, representados con entusiasmo por el Presidente y sus cercanos colaboradores.
La capilaridad social que propició el crecimiento económico alto y sostenido y las políticas promocionales y de protección del Estado posrevolucionario cesó de funcionar hace años, consignan los reputados investigadores Fernando Cortés y Agustín Escobar (Revista de la Cepal, abril de 2005). Por su parte, el destacado economista Enrique Hernández Laos nos advierte en otra consistente entrega (por aparecer en Economíaunam #9), que la vulnerabilidad a la pobreza o se ha mantenido o aumentado para los grupos más importantes de la sociedad, incluidos aquellos que hoy gozan de alguna protección laboral o forman parte de las profesiones.
La gran división no la inventó nadie, mucho menos López Obrador, pero la polarización como fantasma (des)movilizador de la política, sí. De ganar el PRD la elección presidencial, tendrá de inmediato enfrente la tarea difícil, pero obligada para demostrar su convicción democrática y su vocación moderna, de restañar grietas y sanar heridas, de acometer otro "gran ajuste", esta vez en lo social, antes de emprender cualquier revisión o renovación estructural. La gran división que preside la elección no es propicia para inaugurar un gobierno de izquierda en México.
Por lo oído, leído e intuido, la derecha parece haber decidido cruzar su propio Rubicón y se apresta a ahondar la brecha y a gobernar mediante la confrontación y la defensa clasista. El camino del infierno, pero sin buenas intenciones.