Usted está aquí: lunes 26 de junio de 2006 Opinión Miradas ajenas

Carlos Bonfil

Miradas ajenas

Por una vez los distribuidores de una película europea interpretan inteligentemente un título original de traducción azarosa. Miradas ajenas (Comme une image), de la francesa Agnès Jaoui, es en efecto una película sobre la mirada, sobre el juicio ajeno a la imagen que una persona tiene de sí misma.

Hace seis años la misma directora debutaba con la cinta El gusto de los otros (Le goût des autres); esta vez, su variante podría titularse "la mirada de los demás". Ese escrutinio público, impertinente y despiadado, obliga a una joven rubicunda, con muy baja autoestima, a comportarse siempre con prudencia, a ser, como lo señala un dicho francés, "Sage comme une image" (tan buena como una santa), entendiendo imagen como una estampa religiosa. La joven en cuestión tiene, no sin ironía, el emblemático nombre de Lolita (Marilou Berry), sólo que en lugar de ser un objeto juvenil de deseo, es el blanco obligado de la crueldad social (como la joven obesa de A mi hermana/ A ma soeur, 2001, de Catherine Breillat), y del sarcasmo de su padre, el célebre escritor Etienne Cassard (Jean-Pierre Bacri).

Miradas ajenas es una radiografía incisiva del medio intelectual francés. Etienne Cassard ejerce, de modo arbitrario, la autoridad intelectual que sus amigos y aduladores le reconocen incondicionalmente. La única persona un tanto al margen del hechizo es su propia hija. Y Cassard responde a ese desapego con un desinterés que raya en el desprecio, ignorando los esfuerzos de Lolita por aprender canto clásico, ignorándola afectivamente, recordándole, en público o en privado, su escaso atractivo físico.

El centro del relato de Jaoui y de Bacri, intérpretes y guionistas, es esta compleja relación padre-hija, y la comedia cruel que comparten con media docena de personajes. Una maestra de canto (la propia Agnès Jaoui) empeñada en sacar de la mediocridad literaria a su marido, a costa de cualquier concesión moral hacia el influyente Cassard, padre de su alumna; un joven de origen musulmán, Rachid (Keine Bouliza), adopta el nombre de Sebastien para ser medianamente aceptado en el mundo literario francés, y corteja a la hija de Cassard sin el oportunismo que podría suponerse; un amigo, perro fiel, agradecido por viejos favores, tolera el continuo maltrato del escritor envanecido; la amante de este egoísta irredento aparece en súbita rebelión por un desdén de muchos años. A todo esto se añade, de modo dramático, el creciente reconocimiento que hace el propio Cassard de su propia esterilidad creadora al cabo de muchos años de éxito, algo que irónicamente lo coloca en un nivel parecido al de los escritores desafortunados que con tanto placer desdeña o manipula.

En El gusto de los otros, Agnès Jaoui combinaba el oficio teatral y las dificultades de entendimiento amoroso. Estos mismos conflictos los traslada ahora al mundo editorial, añadiendo la doble vertiente de la incomunicación afectiva entre padre e hija, y entre la propia Lolita y su amante de origen magrebí, aquejado, como ella, de una baja autoestima. "Por mi físico me impiden la entrada a las discotecas", se queja ella con él. "A mí me sucede lo mismo", le responde él con un dejo de resignación cómplice. Este tipo de intercambio verbal es la sustancia e interés mayor en la nueva cinta de la realizadora. Más un estudio de personajes -a la manera de Eric Rohmer o de Rivette- que el desarrollo convencional de una intriga --una galería de personajes pintorescos, entrañables unos, aborrecibles otros, no muy lejos de uno de los primeros trabajos de Jaoui guionista, Un aire de familia (Un air de famille, 1996) de Cédric Klapisch.

El retrato familiar transita aquí del desencanto existencial a un reconocimiento tardío de la generosidad afectiva. Una comedia agridulce, con enorme talento y sin grandes perspectivas comerciales. Una pista musical excelente. Un buen hallazgo en cartelera.

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