El Tri
El miércoles 21 de junio los niños mexicanos terminaron el día sumamente desconcertados: la selección de su país había perdido el partido frente a la portuguesa por dos goles contra uno, pero el presidente Vicente Fox envió a los derrotados un mensaje exultante: "Mucha suerte, muchas felicidades y que sigan los éxitos". Tal vez esa misma tarde (hay que tomar en cuenta las diferencias horarias) algunos niños portugueses atentos a las noticias hayan sido víctimas también de la confusión y se hayan preguntado si Fox no era el presidente de Portugal. Esa mañana, en las escuelas de México, los maestros del primer turno fueron remplazados por pantallas de televisión y el producto interno bruto experimentó un estancamiento, si no es que un descenso, por efecto de la parálisis de actividades a causa del partido. La sociedad se volcó abrumadoramente en el respaldo a su selección que logró, con méritos ajenos, pasar a la siguiente ronda del Mundial. El sábado siguiente, en el partido contra Argentina, se acabó la fiesta, y quedó flotando en el aire la inquietante advertencia presidencial: quienes no hayan quedado conformes con "la manera de jugar" de la selección "no están con México". Los enemigos del país se definen por su disidencia futbolística.
Claro que hay excusas que ayudaron a digerir el fracaso. Los jugadores mexicanos dominaron en el primer tiempo, hicieron su mejor esfuerzo y además el árbitro era pésimo; es toda una hazaña haber sostenido el empate con un equipo que ha sido campeón del mundo y haber llegado vivos a tiempos extra; a fin de cuentas, la selección nacional se encuentra entre las primeras 16 del planeta. Y así. Pero hay que admitir que se llegó a ese encuentro con las expectativas perfectamente desbordadas. "¿Por qué no?" Pues porque no: igual habríamos podido abrigar esperanzas de ganarle la carrera tecnológica a Francia o a Japón o de superar en competitividad a los chinos. Fue como si el seleccionado hondureño hubiese hecho creer a sus aficionados que estaba en condiciones de derrotar a la selección tricolor, al Tri.
Si se observa la cosa futbolera desde la perspectiva costo/beneficio, hay motivos para alarmarse. El país ha invertido una suma incalculable de dineros privados, públicos y sociales en alimentar la percepción falsa de que las 23 estatuas de bronce que conforman la selección nacional -técnico incluido- constituyen una escuadra finalista. Cada uno de esos muñecos gana lo suficiente para comprarse un departamento de interés social a la semana, una residencia de clase media al mes o cuatro mansiones al año. La televisión y las agencias publicitarias les otorgan un tratamiento de sementales sagrados; se da por hecho que les va la vida en cada ocasión que atinan a patear la pelota y se asegura, un poco en falso, que logran tocar el esférico muchas veces en cada partido.
Casi siempre los próceres se desbaratan en el segundo tiempo o, a lo sumo, en el cuarto partido. No han vuelto a repetir el error que cometieron en Argentina en 1978, cuando coleccionaron en su portería cuanto balón les fue lanzado por los equipos contrarios. Actualmente refrendan con decoro su medianía y hasta anotan, de cuando en cuando, uno que otro gol. De esa forma han eludido el linchamiento de los defraudados y se han ganado la comprensión nacional. Ahora sólo queda, tras la derrota, un discreto manto de depresión nacional detrás del cual las empresas de entretenimiento cuentan sus ganancias.
Tal vez al país le haría mucho bien olvidarse por unos años de la selección nacional. Y tal vez a la selección nacional no le vendría mal caer en el olvido temporal de sus aficionados. En ese periodo podrían hacerse muchas cosas, como restaurar el sentido común y recordar que México es algo más que su equipo de futbol.
Y más valdría concentrarse en el partido del próximo domingo, en el que jugarán la esperanza contra el miedo. El arbitraje se augura pésimo, pero aún así la victoria será posible.