Editorial
En la recta final
Con el inicio de la veda propagandística establecida por la ley, y tras los cierres de campaña de los aspirantes a puestos de elección popular, el proceso electoral de este año entra en su recta final: un tiempo de reflexión previo al encuentro ciudadano con las urnas.
No será fácil serenar los ánimos después de todo el lodo y todo el veneno vertidos en el curso de unas campañas que se caracterizaron por su bajo nivel de propuestas y proyectos y por su alto contenido de denostación y ataque entre los adversarios. La ciudadanía ha sido llevada a una polarización sin precedente, y las diferencias partidarias han dejado un océano de enconos personales y de recelos.
Los principales responsables de la crispación son, desde luego, los propios políticos, especialmente aquellos que se empeñaron en descalificar a sus rivales, descuidaron la presentación de sus propias iniciativas para la nación y apostaron a conseguir el favor del sufragio mayoritario mediante el miedo. Pero resultó también nefasto el papel desempeñado por el poder presidencial, que desde mediados del sexenio se empecinó en cerrar el paso a una de las candidaturas a la primera magistratura, ensayó una relección por vía matrimonial y acabó como emisor principal de la propaganda sucia contra uno de los aspirantes y como promotor central de su propio candidato. La circunstancia se agravó por la manifiesta debilidad de una autoridad electoral que no ha querido o no ha podido remontar su propio descrédito de origen fue designada en una componenda bipartidista excluyente y amafiada y cuya reivindicación aún depende de su desempeño el próximo domingo. No puede omitirse, por otra parte, la participación lamentable de los medios informativos, especialmente los electrónicos, en la distorsión de un proceso que habría debido ser un cotejo racional de programas y que fue convertido desde un inicio "magia de la televisión" mediante en una guerra de lodo tan espectacular como insustancial para la confrontación de ideas.
En los tres días que faltan para los comicios, los ciudadanos tienen ante sí el deber de superar la enorme masa de impactos mediáticos y discernir el proyecto de nación que les resulte más convincente para respaldarlo con su voto. Para ello es necesario dejar atrás las percepciones caricaturizadas y simplistas, asumir que esta contienda no es de ángeles contra demonios y que el país no va a desbaratarse a consecuencia de estos comicios, sean cuales fueren sus resultados: se trata, simplemente, de construir una nación más o menos justa, más o menos democrática, más o menos libre, más o menos solidaria, más o menos incluyente, más o menos igualitaria, más o menos próspera, más o menos segura. Cada elector debe decidir, a conciencia, cuál de las fórmulas políticas resulta más sensata, más viable y más honesta, es decir, cuál de ellas está más cercana a su propia promesa.
Hay que disponerse, con estos propósitos en mente, a asistir a las urnas. Más allá de las promesas exageradas, por encima del comportamiento aberrante de muchas autoridades y haciendo a un lado la intoxicación propagandística, la ciudadanía puede y debe enderezar el rumbo de la democracia que se ha dado, tan imperfecta como imprescindible, mediante el acto soberano y poderoso de su sufragio.