El asedio
Lo que hemos estado viviendo los últimos seis meses, más que una campaña electoral, ha sido el inmisericorde asedio que los candidatos a la Presidencia de la República y sus partidos han impuesto a ciudadanos, instituciones electorales y, en general, los principios de la representación democrática. Las estrategias de movilización del voto se han convertido en una auténtica competencia de ruindades con la que se ha logrado levantar una creciente desconfianza, hartazgo y disgusto que pueden dar al traste con una exitosa historia de democratización política. La misma historia que ha llevado al poder a muchos de los que hoy denuncian los procedimientos electorales y que, instalados en cargos de representación, se dedican concienzudamente a minar la estabilidad de las instituciones democráticas. Esa historia también ha enriquecido nuestra vida ciudadana y nuestras expectativas de cambio para un país que no se merece el tratamiento que le han estado dispensando los aspirantes a la Presidencia y sus seguidores.
Las elecciones del próximo 2 de julio representan una coyuntura crítica. Sus consecuencias serán de largo alcance, primeramente, porque están a prueba las instituciones electorales que hace seis años funcionaron de manera ejemplar, pero que en esta ocasión han estado sufriendo los ataques de distintos actores políticos que así han manifestado la inmutable desconfianza que desde siempre les inspira el voto. El exitoso desarrollo de esa jornada, y, sobre todo, la disposición de los candidatos presidenciales y de sus simpatizantes a aceptar y respetar los resultados serán determinantes para la consolidación de nuestras instituciones democráticas. El próximo domingo y los días siguientes sabremos si los mexicanos hemos dado en forma definitiva el paso del autoritarismo a la democracia, el que prueba que para todos el voto es el único medio legítimo para resolver el conflicto político por excelencia: la transmisión del poder. O si acaso estamos empeñados en restaurar los mecanismos antidemocráticos del pasado, cuando la negociación cupular o el imposicionismo corporativo anulaban el voto.
Salvado el escollo de la primera derrota del PRI en una elección presidencial, como ocurrió en 2000, podíamos esperar la normalización de los procedimientos democráticos de renovación de poderes. Entonces no fueron pocos los que advirtieron que los priístas no se dejarían arrebatar la Presidencia de la República y preveían un grave conflicto poselectoral. Para sorpresa de muchos, los resultados fueron acatados sin más, y Francisco Labastida se presentó ante las cámaras de televisión para aceptar la victoria de su contrincante.
No deja de ser paradójico que ahora que el PRI no está más en el poder y que hace seis años asumió la derrota, nos encontremos en una situación de enervante incertidumbre ante la posibilidad de que algunos actores políticos desborden el marco institucional si los resultados oficiales no favorecen a su candidato.
La elección del domingo próximo es una coyuntura crítica porque así lo han querido algunos actores políticos, porque ha sido construida en esos términos por estrategias de campaña destinadas a generar en la opinión pública inquietudes de todo tipo en relación con los candidatos, con los partidos, con la efectividad de las instituciones encargadas de organizar la elección. La andanada de ataques que han intercambiado los candidatos, el tono insolente que han adoptado para referirse unos a otros, las denuncias, las acusaciones, las calumnias, la dramatización de la información en la que han incurrido los medios, todo ha contribuido a fabricar una coyuntura crítica cuyo único sustento es una feroz lucha por el poder, en la que el fin justifica los medios.
Nuestras instituciones democráticas y nuestra voluntad como ciudadanos libres están bajo el asedio de actores políticos que buscan nuestro apoyo, pero no necesariamente nuestro voto. Sobre todo aquellos que predican intenciones de fraude por parte del gobierno desoyendo los reconocimientos internacionales a la seriedad del IFE o a la confiabilidad del padrón electoral, cuestionan la capacidad o la imparcialidad de los consejeros, denuncian las presuntas manipulaciones -o intenciones de manipulación del sufragio.
A sabiendas o no, quienes así hablan han vuelto los ojos al pasado antidemocrático para reivindicar la primacía de la movilización popular, las manifestaciones callejeras, los plantones, las marchas y los bloqueos, y despojar al voto de su significado.
No es gratuito que Enrique Rueda, líder de la sección 22 del SNTE, quien explícitamente ha tomado como rehén la jornada electoral en la ciudad de Oaxaca para negociar sus demandas, recuerde en tono orgulloso que en el pasado la movilización magisterial obtuvo la destitución de varios gobernadores. La última vez que lo hicieron fue en 1977. No es una coincidencia que en ese mismo año se votara la Ley Federal de Organizaciones, Partidos y Procedimientos Electorales, la LFOPPE, piedra angular de la democratización mexicana, cuyo objetivo era precisamente poner fin a los métodos corporativos de usurpación de la soberanía popular.