Asumir los límites
Las críticas más socorridas contra los candidatos y sus partidos fueron por la notoria ausencia de los cómos. Algunos expertos y sedicentes evaluadores llegaron a calificar y descalificar con números a cada uno de los aspirantes, recayendo en casi todos los casos sobre Andrés Manuel López Obrador la peor nota. De inconsistente a ignorante, pasando por ensimismado, capaz de no se sabe cuántas veleidades imperiales, los calificadores y aspirantes a grandes visires o prefectos de la república pusieron, sin quererlo seguramente, en entredicho el andamiaje institucional, construido en estos años de tránsito y errática pero mantenida consolidación democrática de México.
Más allá de las fobias y de la legitimidad de los examinadores, lo que subyace en varios de esos ejercicios es el menosprecio de los acotamientos al ejercicio del poder presidencial que la sociedad y sus políticos han erigido en los lustros recientes, a pesar de todo. Para bien y para mal, en conjunción inevitable que le da tonalidades no siempre claras ni transparentes al poder constituido y su despliegue por los mandatarios en todos los niveles, la disposición del presupuesto ha quedado sometida a severo escrutinio legislativo y ahora a un freno legal que no revela mayor imaginación política pero que por lo pronto impone límites precisos, algunos dirán que infranqueables, a cualquier frenesí de gasto que pueda apoderarse del Ejecutivo federal, y aunque en menor medida dado el muy desigual desarrollo de nuestro federalismo, de los gobernadores o presidentes municipales que han empezado a saborear las autonomías varias de una descentralización hecha con rapidez y poca o ninguna planeación. Pero los límites están ahí y la prueba más eficiente pero lamentable es el diario canto de su victoria sobre los bárbaros que entona la Secretaría de Hacienda. Con el un tanto inaudito coro de diputados y senadores de todos sabores y colores.
El Banco de México es dueño y señor del análisis, evaluación y puesta en marcha de la política monetaria, en la que ha tenido tanto éxito que sus propios mandamases, en especial el gobernador Ortiz, han empezado a preguntarse en público si no ha llegado el momento de poner por delante de los quehaceres públicos el objetivo del crecimiento, que sus estrategias de control monetario y estabilización a ultranza hicieron a un lado en los pasados lustros. Como sea, el Banco de México dejó de ser la supuesta maquinita de imprimir dinero, que la leyenda negra sobre el desarrollo mexicano dice que fue en los años 70, y es el campeón, diríamos que invicto, en la lucha mexicana contra la inflación y la devaluación. No hubo un candidato que se atreviera a sugerir cambios en la conducción del banco central, y en todo caso lo que existieron fueron modificaciones de énfasis en materia de continuidad o revisión de la política económica general, de antemano sometida a restricciones legales explícitas, como algunas de las referidas.
Lo más grave es que esas limitaciones, cuyo seguimiento está en manos de la Suprema Corte y del Congreso de la Unión, se dan la mano con el obstáculo más poderoso que enfrenta ya no digamos un viraje en la política económica o social, sino la modosa continuidad propuesta por el PAN en la materia. Ese impedimento radica en la debilidad fiscal del Estado, que ahora no sólo se da en el lado de los impuestos o las posibilidades de endeudamiento, sino en la muy mermada capacidad para gastar y hacerlo bien, con visión de largo plazo, que caracteriza a las distintas agencias del Estado y sus correspondientes en el territorio. La debilidad fiscal del Estado es ya estructural y no puede sino augurar serios sobresaltos, cuando no abiertas crisis, para el próximo gobierno, sea o no rejego a los criterios de buena conducta que años de sometimiento al canon neoliberal nos han dejado.
Asumir con claridad los límites para actuar en el estreno es condición obligada para la factura de una secuencia de políticas y reformas, sin la cual el gobierno no podrá asegurar gobernabilidad ni estabilidad. Este es el desafío, todavía oculto, que en particular tendrá que reconocer y empezar a encarar un gobierno como el que ha ofrecido la coalición Por el Bien de Todos. Dejar atrás el clasismo facilón, aunque ominoso, con el que se ha querido frenar el ascenso de López Obrador, no va a ser sencillo, porque una vez echada a andar la lucha de clases, por verbo y (poca) gracia de los tristes cúpulos que ostentan una representación empresarial carente de legitimidad real, se pueden esperar mil y una coyunturas en las que se imponga un rencor guardado por demasiado tiempo y un reclamo redistributivo que la rabia oligárquica no ha hecho sino exacerbar. La buena voluntad hacia la empresa, reiterada por el candidato de la coalición Por el Bien de Todos, no será suficiente, y de mantenerse como mera manifestación de fe inclusive podría ser contraproducente. Construir cuanto antes una coalición gobernante, que arranque de un ejercicio real de la concertación social, será la primera prueba de que el reprobado tiene título de suficiencia, porque es capaz de asumir sus límites y aprovechar para beneficio de su proyecto la fuerza del adversario.
Ganar se va a mostrar tarea fácil cuando de gobernar este país, vuelto de nuevo tigre por la soberbia de la minoría, se trate. Pero hasta aquí nos trajo el cambio y lo que urge es montar una nueva sensibilidad al Estado y el poder, y eso sólo lo puede hacer hoy López Obrador. Ventaja y alto riesgo, pero posibilidad cierta de albergar esperanzas.