Arte en el arte
No cabe duda que la buena arquitectura se puede considerar obra de arte, como es el caso del Antiguo Colegio de San Ildefonso, imponente construcción barroca que construyeron los jesuitas a principios del siglo XVIII, sustituyendo el edificio que habían levantado en el siglo XVI, cuando fundaron una residencia para alojar a los estudiantes de los cercanos colegios de San Pedro, San Pablo, San Gregorio, San Miguel, San Bernardo y del Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo. Los cinco primeros comprendían las facultades menores y el último las facultades mayores, divididas en artes o filosofía y teología.
Este contaba en sus inicios con 300 alumnos, y en 1622 tenía 800, que recibían la mejor educación de la época, en magníficas instalaciones, entre las que destacaba una de las mejores bibliotecas de la Nueva España.
La magna construcción, que contaba con cuatro grandes patios, tras la exclaustración de los bienes religiosos, a mediados del siglo XIX, fue siendo paulatinamente destruida, conservándose únicamente dos patios y la portada de la capilla doméstica; de este inmueble hablaremos en otra crónica, y ahora nos regresamos a San Ildefonso, para comentar algunos aspectos del majestuoso recinto, que hemos omitido con anterioridad por falta de espacio, como la historia de los murales que decoran sus muros.
Poco antes del fallecimiento de Benito Juárez, en 1872, Gabino Barreda le propuso la creación de la Escuela Nacional Preparatoria, idea que el presidente aceptó gustoso, escogiéndose como sede el edificio del viejo colegio jesuita de San Ildefonso; en 1910 la institución se integró a la recién refundada Universidad Nacional. Por esas fechas se decidió ampliar el inmueble, encargándose la obra al arquitecto Samuel Chávez, quien sólo logró concluir el Anfiteatro Simón Bolívar; dos décadas más tarde, en 1929, una vez lograda la autonomía, la obra se concluyó, con el edificio estilo neocolonial que da a la calle de Justo Sierra.
Unos años antes José Vasconcelos, siendo secretario de Educación, recogió las ideas nacionalistas surgidas de la Revolución e invitó a artistas a pintar los muros de los edificios públicos, para llevar el arte al pueblo. Uno de ellos fue precisamente San Ildefonso, en donde Diego Rivera hizo el primer mural al fresco, en el Anfiteatro Simón Bolívar. Continuaron Fernando Leal, Jean Charlot, Ramón Alva de la Canal, Fermín Revueltas, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco.
Particularmente los murales de este último causaron polémica y fueron agredidos por estudiantes reaccionarios, considerando que eran un atentado a la honorabilidad de su escuela. Tuvieron que pasar varios años para que finalmente Orozco los pudiera concluir exactamente como quería.
Esta extraordinaria obra muralista vino a enriquecer la ya de por sí notable arquitectura, dando como resultado una obra de arte en todos los sentidos. A partir de que cambió su carácter de escuela a espacio museográfico, hace alrededor de una década, a esta summa de arte se vienen a añadir continuamente muestras temporales de otros artistas.
Se acaba de inaugurar la exposición-homenaje Raúl Anguiano. 1915-2006, que reúne en siete salas, 122 piezas que brindan una visión muy completa de la vasta trayectoria del artista, desde que tenía cuatro años de edad.
La muestra se organizó para festejar sus 90 años, y él participó con entusiasmo en su preparación; poco antes de la inauguración se sintió mal durante un viaje, y quizás presintiendo el final, pidió regresar a su querido México, donde falleció a los pocos días. Fue realmente sorpresivo, pues hacía un par de meses que lo habíamos encontrado en un acto cultural, acompañado de su inseparable Brigita, departiendo con la sencillez y amabilidad que lo caracterizaba.
La exposición nos permite ir reconstruyendo momentos trascendentes de su vida, reflejados en su obra: el periodo en que se unió a la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR), su época en el Taller de Gráfica Popular, del que fue fundador, el surrealismo, su incorporación al muralismo, el impacto que le causó el descubrimiento de vestigios prehispánicos de la cultura indígena, que tuvo gran impacto en su trazo y su desarrollo en el género del retrato, de los que hay unos magníficos, como los de Alfa Henestrosa, Pita Amor y María Asunsolo.
Oriundo de Guadalajara, siempre conservó el gusto por su comida nativa; en su recuerdo vamos a saborear una birria de carnero a la fonda Tlaquepaque, situada en la calle de Independencia 4, desde luego, en el Centro Histórico. También hay pozole, antojitos, tacos y tortas.