Los derechos de los muertos
Empiezo este artículo con dudas y con temor. Dudas porque cada vez es más evidente que el peso, la trascendencia del lenguaje y de quienes lo usan para alertar contra la ignominia, es cada vez menor; temor, porque no estoy seguro si lograré alcanzar el punto final cumpliendo con el título de estas líneas.
Los muertos en las cárceles, los que fallecen como consecuencia del terrorismo, los que pierden la vida por ser pobres y por no tener la posibilidad de huir a tiempo de las inclemencias y de los desastres previsibles ocasionados por la naturaleza, quienes son asesinados por discrepancias políticas y por las nefandas dictaduras que han asolado a buena parte del mundo, conforman un universo sui generis. Sui generis porque la muerte fue producto de la sinrazón y porque no existió ningún nicho para que la justicia se expresara.
Entiendo, al lado de Walter Benjamin, que la memoria es un espacio que tiene la capacidad de interpretar y leer lo que no fue escrito, pero que existe, o existió, y que cuenta también con la posibilidad de retratar las caras ocultas del pasado y de poner en evidencia lo que escapa al historiador. La memoria es también una especie de conciencia "escondida", en espera de "ser abierta". Cuando aflora, revela capítulos y vivencias no escritos. En el ámbito de los derechos de los muertos la memoria suele exponer pasajes siniestros.
Quienes mueren por causas injustificadas deberían ser autopsiados por la memoria individual y por la de la sociedad. Los anfiteatros de las calles del mundo han sido y siguen siendo testigos mudos de esas muertes atemporales y del cuestionable, si no es que en ocasiones vano progreso de la humanidad, cuyos cimientos, muchas veces, se construyen sobre cadáveres inútiles, sobre la memoria de los muertos. ¿Qué puede hacerse para que los cuerpos dejen de ser invisibles?
Pensemos, alejados de maniqueísmos y de afinidades políticas, en los muertos a destiempo y en sus derechos. Cavilemos en ese tema, investidos, hasta donde sea posible, de neutralidad y distantes de fanatismos. Bush, Blair, el chaparrito Aznar y Husssein son adalides contemporáneos en el tema de los derechos de los cadáveres; aunque don Augusto Pinochet tiene muchos más cuerpos bajo tierra que Fidel Castro, ambos engrosan las listas de sepultadores. Lo mismo sucede en el conflicto entre el fundamentalismo de los palestinos y el de los judíos ortodoxos; no son muy diferentes los muertos de Putin que los enterrados por la dictadura argentina o por los jerarcas de la ex Yugoslavia. Ruanda finalizó hace poco más de una década y Darfur es ahora mismo realidad.
Los nombres y los lugares citados son, entre una miríada, ejemplos de la generación de cadáveres sin sentido. Las afinidades entre los cadáveres son obvias: son cuerpos idénticos aunque las fosas hayan sido cavadas por "razones" y por ideologías distintas. En muchos sentidos la muerte inútil los hermana.
Los muertos por decreto, por fanatismos, por motivos políticos, por ser pobres o por ser Otros conforman un conglomerado heterogéneo cuya unicidad se reduce a las palabras víctima y desmemoria. Por desgracia, muchas de las víctimas carecen de identidad y de fosa. En cambio, los nombres de los verdugos son de sobra conocidos. Otorgar derechos a los cadáveres -justicia individual y colectiva, resarcir daños económicos y morales a la familia, generar escuelas encargadas de vindicar la memoria histórica, castigar a los verdugos vivos como Pinochet u Omaar Hassan al Bashir- es, al menos en el discurso, un buen antídoto para impedir que la desmemoria continúe cabalgando sin cortapisas.
Bien dice José Luis Pardo, a propósito del centenario del pensador judeofrancés Emmanuel Lévinas, "... sólo si admitimos esa indigesta e improbable posibilidad de otro que no sea la repetición simétrica o especular del yo, y que le precede incondicionalmente, podremos tener un futuro que sea distinto de la reproducción indefinida de nuestro presente asfixiante sin porvenir".
Para que los muertos insepultos cuenten con una placa y con un lugar, para que los Otros tengan rostro y nombre, es indispensable modificar ese "presente asfixiante sin porvenir" La realidad de ese doloroso presente proviene de las políticas modernas que entierran a sus víctimas para seguir ejerciendo el poder desmesurado y para que continúe el triunfo programado de la desmemoria sobre la memoria. Para que los cadáveres tengan derechos es indispensable aplicar la "mínima justicia" sobre los líderes culpables de esas muertes, sin importar que estén vivos o muertos.
Los bretes consisten en insertar el presente en el pasado y encontrar las vías para que la memoria del pasado o, en su caso -Pinochet, Darfur-, la actualidad del presente, tengan suficiente peso para lograr que esa "mínima justicia" se ejerza. Fácil en el papel. Imposible en la realidad.