Editorial
Masacre en Mumbai
Sería una torpeza pasar por alto las semejanzas entre los atentados criminales registrados ayer en Mumbai, India, y los perpetrados el 11 de marzo de 2004 en Madrid y los cometidos el 7 de julio del año siguiente en Londres. En los tres casos los objetivos de las bombas fueron vagones de tren o de metro atestados de civiles inocentes, y en todas las circunstancias los asesinos sincronizaron de alguna manera los artefactos explosivos para asegurar no sólo una mortandad máxima, sino también un impacto sicológico urbano, nacional, mundial demoledor. Sin embargo, esos puntos comunes, u otros como la coincidencia de la fecha 11 en los ataques de 2001 en Nueva York y Washington, de 2004 en la capital española, y el de ayer, en India no deben conducir en automático a la conclusión fácil de que el bando "terrorista" es uno y que actúa de manera coordinada en todo el mundo. Porque, si bien los elementos de juicio disponibles apuntan a la red Al Qaeda como autora de los atentados en Estados Unidos y en España, los perpetrados en Inglaterra fueron obra, según la investigación oficial, de jóvenes británicos de credo musulmán pero sin contactos con la organización que encabeza Osama Bin Laden, los cuales habrían actuado por su propia cuenta, exasperados por la participación del gobierno de Tony Blair en la guerra criminal contra Irak.
En el caso de Mumbai, además, los terroristas tuvieron que haber actuado por motivaciones muy distintas a las de los cerebros de los ataques madrileño y londinense, quienes decidieron golpear a países que mantenían tropas de ocupación en la vieja Mesopotamia. India, en cambio, se ha mantenido al margen de la aventura belicista de George W. Bush, pero mantiene un añejo diferendo territorial con Pakistán que ha desembocado en tres guerras y en una carrera armamentista que se encuentra ya en el terreno de las armas nucleares. El conflicto tiene un sustrato religioso innegable, toda vez que el régimen de Islamabad ha apoyado, desde la independencia de ambos países, a los separatistas musulmanes de la porción de Cachemira bajo dominio de Nueva Delhi. En ese contexto, en India hay una vieja y sangrienta historia de confrontaciones étnicas entre hinduístas e islámicos, marcada por ataques terroristas periódicos tras de los cuales se encuentra la mano de la nación vecina.
A pesar de las expresiones de repudio a la masacre perpetrada ayer, Washington y Londres nunca han metido a las organizaciones respaldadas por Pakistán en el mismo saco que al gobierno de Teherán, a los grupos integristas de origen árabe y a los separatistas chechenos, quienes, a raíz de las alianzas entre Washington y Moscú, están ya inscritos en la lista oficial de terroristas elaborada por el Departamento de Estado.
Un posible motivo de la excepción referida es el papel ambiguo de Pakistán, aliado de Estados Unidos pero también de China, pieza clave en la invasión occidental de Afganistán pero promotor, en tiempos anteriores, del entronizamiento de los talibanes en el país vecino. Ante la complejidad de las alianzas y alineaciones en Asia y Asia central, Washington y Londres han recurrido a un doble rasero: hoy satanizan a los grupos sunitas a los que respaldaron en Afganistán en tiempos de la invasión soviética, ahora hacen alianzas en Irak con los chiítas radicales que hasta hace poco eran presentados como la materialización de la maldad, y desde hace mucho minimizan a los paquistaníes que practican el terrorismo en India. Eso, por no hablar de la abierta adhesión occidental al terrorismo de Estado que practica Israel contra los palestinos o a la protección que la Casa Blanca ha otorgado desde siempre a los terroristas contrarios al régimen de Fidel Castro en Cuba.
Una conclusión posible de los injustificables y sangrientos ataques de ayer en Mumbai es la inexistencia de un "terrorismo internacional" tal y como lo dibujan los gobernantes occidentales: tan coherente y orgánico que merece ser considerado como el adversario en una guerra. El fenómeno, sin embargo, es mucho más complejo y no puede ser resuelto con un recurso tan simplista como la cruzada mundial que proclamaron hace unos años Bush y Blair, asistidos por ayudas de cámara como José María Aznar y Silvio Berlusconi, ambos, por fortuna, desalojados ya del gobierno en sus respectivos países.
La resolución adoptada ayer por los directivos del Instituto Federal Electoral (IFE) de ampliarse un "bono electoral" que ascenderá a 75 días de salario, sin ser contraria a la ley, constituye un acto contrario al más elemental pudor republicano y al espíritu de servicio público que habría cabido esperar de tales funcionarios.
El señalamiento anterior válido también para los legisladores y los magistrados que se conceden a sí mismos remuneraciones insultantes en un país con casi 50 millones de pobres valdría incluso si el Consejo General y la Junta General Ejecutiva del organismo electoral hubieran tenido un desempeño mínimamente satisfactorio en el proceso de renovación institucional que todavía no termina; es decir, es una inmoralidad que directivos que tienen establecidas remuneraciones de alrededor de 100 salarios mínimos, se otorguen sobresueldos sin más mérito que el de realizar el trabajo para el que fueron contratados. Pero al agravio se añade la burla si se toma en cuenta la torpeza, la irresponsabilidad y la incoherencia que han exhibido los funcionarios electorales desde meses antes de los comicios del 2 de julio, defectos que en esa fecha, y en días posteriores, han resultado catastróficos.
Hay que recordar la negativa del presidente del instituto, Luis Carlos Ugalde, de dar a conocer la encuesta de salida; la desacreditación, por ese mismo funcionario, del Programa de Resultados Preliminares (PREP); la turbiedad con la que se operó ese instrumento; la furtiva omisión de las actas con "inconsistencias", que no fueron contabilizadas sino hasta que el candidato presidencial de la coalición Por el Bien de Todos hizo notar el faltante de más de 2 millones y medio de votos; la rapidísima e increíble incorporación de tales sufragios al conteo total; la extralimitación del propio Ugalde, quien el jueves 6, tras el fin de unos cómputos distritales también marcados por la sospecha, prácticamente levantó la mano al aspirante oficialista. Y eso, por no referirse en detalle a las actitudes parciales, pusilánimes y sumisas ante el poder presidencial, económico y mediático, que caracterizaron a los integrantes del Consejo General del IFE a lo largo de las campañas electorales.
Además del tono deplorable en que los candidatos se condujeron en sus respectivas campañas, del indebido intervencionismo presidencial en el proceso y de la cargada de las corporaciones empresariales y mediáticas a favor de la candidatura de Acción Nacional, la ineptitud de la actual directiva del IFE si es que fue ineptitud, y no algo peor ha sido factor fundamental en la gestación de la actual circunstancia política, caracterizada por la polarización, la división, la incertidumbre, el desaliento ciudadano y el descrédito institucional. Es una desvergüenza, en suma, que los consejeros electorales decidan regalarse dineros adicionales a los sueldos elevadísimos que perciben, y a costillas del erario, cuando ni siquiera han sido capaces de desquitar con su trabajo los sueldos de base que les fueron asignados: en el caso de los consejeros, los más representativos y exasperantes, cada uno de ellos se embolsará 404 mil 867 pesos adicionales a sus salarios de 161 mil 947 pesos. El mérito: haber tenido una intervención decisiva en la gestación del pantano en que se encuentra el proceso electoral de este año. No es ilegal; es, simplemente, una colosal indecencia.