Aprender a ganar
Ampliar la imagen Simpatizantes del candidato presidencial de la coalición Por el Bien de Todos marcharon de la casa del campaña de López Obrador al tribunal electoral FOTOCarlosRamosMamahua
El poder en México se resiste a evolucionar, quizá porque fueron muchos los años del viejo priísmo. El poder en México se resiste a evolucionar, por lo visto, cuando afirma públicamente que los candidatos y partidos deben aprender a perder en la democracia. En efecto, aún en los países como el nuestro, que no es democrático económicamente con las mayorías, sino generoso tan sólo con las minorías, la aspiración por la democracia electoral exhorta a los candidatos y partidos a saber perder.
Sin embargo, el poder en México pasa deliberadamente por alto que también en la democracia los candidatos y los partidos deben aprender a ganar. El poder en México no ha aprendido a ganar con transparencia, con certidumbre. Aquí se revela esta incongruencia: el poder en México no quiere aprender a ganar inobjetablemente.
Cuando el poder exige que los otros aprendan a perder pero no se somete a la transparencia para ganar, no está dando ejemplo de virtudes democráticas, sino de actitudes fraudulentas. Tal vez los largos años del priísmo nacionalista hicieron creer a los políticos mexicanos que la continuidad en el poder no era asunto de votos ni de su conteo efectivo, sino de la inducción tendenciosa o clientar de los votantes y de la manipulación del conteo de boletas. Esto podría, quizá, explicar que en México la posible alternancia de partidos tenga como único modelo el control a cualquier costo de los procesos electorales. La escuela política de ese viejo poder priísta posiblemente late en todas direcciones: en grupos que se niegan a desaparecer, en cúpulas que se resisten a no tener puestos, en grupos económicos que ven el poder político como una extensión de sus intereses. Este lastre histórico está afectando al actual proceso electoral, que concluirá hasta el fallo del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
Muchos creímos que la consolidación del Instituto Federal Electoral (IFE) fortalecería la certidumbre de la democracia en México. Ahora el IFE parece desmentir un proceso que parecía irreversible: se ha inclinado por cerrar paulatinamente las vías que darían transparencia a los actuales comicios. Todos partimos de la misma premisa: las elecciones se ganan con votos, no con presiones políticas en las calles.
Pero la expresión "presiones políticas en las calles" también tiene muchos sentidos. Para que el país acepte los resultados electorales en favor del todavía, en términos estrictamente legales, candidato panista Felipe Calderón, "han salido a la calle" presiones diversas y graves: dependencias de la administración foxista, medios electrónicos, algunas organizaciones empresariales, ciertos grupos económicos nacionales e internacionales y la estructura misma del IFE. Contra esta presión de grupos de poder, no sé si la toma perredista de las calles pueda ser más persuasiva o más efectiva. Lo que ambas presiones políticas están demostrando es que uno de los partidos contendientes, el PRD, no está preparado aún para perder sin transparencia y certidumbre, y que el otro, el PAN, tampoco está preparado aún para ganar con transparencia y certidumbre.
La única opción que queda ahora al país para salvar su integridad institucional es el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Pero aún aquí hay un escollo que deben librar los partidarios de Felipe Calderón y los de Andrés Manuel López Obrador: la tentación de manipular un caprichoso discurso de legalidad en vez del apego al derecho. La primera muestra de evolución política de los contendientes será no ensuciar de antemano los posibles recursos que se interpongan ante el tribunal. Una futura decisión del tribunal que otorgue certidumbre a los comicios presidenciales, que dé transparencia inobjetable a los resultados vía recuento de los votos o vía extrema, la anulación, facilitaría el aprendizaje esencial de saber perder y de saber ganar. No propiciar la transparencia en el proceso decisorio del tribunal electoral acarrearía la impugnación permanente y peligrosa del nuevo gobierno como ilegítimo.
Es una cuestión ahora de sensatez política, de ecuanimidad mínima. No lo es la apuesta a la resistencia popular indefinida ni la respuesta retadora de estar preparado contra toda resistencia social futura. Ambas posiciones son señales de que el poder en México se resiste a evolucionar. Son señales de que el Instituto Federal Electoral no ha hecho bien su tarea para no dejar dudas de su obligatoria imparcialidad. Sus acciones lentas, ambiguas y parciales, defendidas y aclaradas en los discursos, pero no en los hechos, han orillado a los contendientes a continuar su confrontación. Si se comprobara legalmente ante el tribunal electoral que el IFE está abriendo los paquetes de las boletas electorales para cuadrar cifras tendenciosamente, estaría poniendo en grave riesgo la validez de los comicios. Es la última oportunidad para resolver institucionalmente las elecciones.
Pero quizá no sea un asunto de falta de imaginación que el poder acepte que saber perder y saber ganar es un aprendizaje necesario para todos. Quizá el poder en México sigue siendo el mismo, pero con otro rostro. De Carlos Salinas de Gortari a Vicente Fox ha habido una continuidad de políticas económicas y de equipos de gobierno. La ideología del gabinete zedillista es la misma que la del gobierno foxista y se apresta para ser la misma seis años más, a lo que parece, si Felipe Calderón resultara triunfante. El grupo de neoliberales y enemigos de la economía mixta destruyó al PRI nacionalista y ha tenido ya, si sumamos los últimos años del gobierno de Miguel de la Madrid, más de tres sexenios continuos. En más de 20 años de continuidad, el nuevo poder aprendió, tal vez, que la modernidad del país y de sus instituciones electorales no tenía nada que ver con la evolución democrática de México. El nuevo poder que se prepara a acercarse a sus primeros 30 años de permanencia no es todavía la dictadura perfecta, como decía Mario Vargas Llosa, de los viejos priístas, pero aspira a reproducir la mecánica de control y manipulación de sus antecesores.
Ahora el IFE no es una institución completamente confiable. Por medio de él y de otras muchas instancias hay una clara tendencia del gobierno federal por asegurar el triunfo electoral del candidato oficial, Felipe Calderón. Hay algunas semejanzas con las elecciones de 1988, cuando el gobierno mexicano manipuló las elecciones en favor de Carlos Salinas de Gortari y en contra de Cuauhtémoc Cárdenas. Pero en 1988 no existía el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Sólo nos queda ahora este espacio.
Si aún así la nueva elite del poder se obstina en no aprender a ganar con ecuanimidad y transparencia, estará dejando fuera del cauce institucional las opciones de solución pacífica. Si una negociación, realista y necesaria, fuera posible entre las elites del poder panista y perredista, tendría que pasar no por la legalidad aparente, no por las fórmulas legalistas, sino, hoy, por el derecho y lo procesalmente válido en el tribunal electoral, y mañana, por un cambio institucional del IFE que lo aleje de la transacción coyuntural y cupular y lo reafirme como un espacio del Estado mexicano al servicio transparente e imparcial de los votos ciudadanos, no de los votos de los grupos de presión que después de 20 años de continuidad económica y política se muestran más agresivos, intolerantes y peligrosos que las presiones políticas que puedan aparecer en las calles.