Editorial
Doble tragedia
En una semana, el vasto ataque militar israelí contra Líbano, por tierra, mar y aire, ha dejado más de 300 muertos, mil heridos y medio millón de refugiados, así como "la destrucción generalizada de la infraestructura pública" a decir del Comité Internacional de la Cruz Roja y pérdidas económicas incalculables.
Semejante destrucción, injustificable y criminal desde cualquier punto de vista, se lleva a cabo con el pretexto de buscar a dos efectivos israelíes capturados en territorio libanés por la milicia islámica Hezbollah, y de impedir que esa fuerza irregular ataque el norte de Israel, pero la incursión parece más bien el prefacio de una nueva etapa de expansionismo sionista a expensas de los vecinos del Estado israelí Líbano, Siria y los territorios palestinos, con todo y lo que eso conlleva: limpiezas étnicas al estilo de Stalin y Milosevic, robo de tierras y recursos hídricos e imposición de condiciones draconianas y humillantes a los perdedores de la nueva guerra.
No debe perderse de vista, en efecto, que el mundo asiste a un nuevo conflicto bélico protagonizado por el régimen de Tel Aviv, y que los anteriores han resultado en alteraciones de facto del equilibrio y del mapa regionales, en tragedias humanas de enormes dimensiones, en escenarios cada vez más enmarañados y difíciles de resolver y en saldos de guerra que larvan y alimentan las confrontaciones siguientes. En efecto, la agresión israelí de 1967 contra sus vecinos árabes y palestinos, y el despojo territorial efectuado en ese entonces por Tel Aviv, dio lugar a la guerra ulterior, en 1973. De la misma forma, la invasión de Líbano por las fuerzas militares del Estado judío, en 1982, no sólo se tradujo en la destrucción material del país de los cedros, sino que hizo posible el nacimiento de Hezbollah, creó el caldo de cultivo para las masacres de civiles palestinos en Sabra y Chatila y llevó a Israel a un largo y costoso empantanamiento y a una profunda crisis moral: Líbano fue para Tel Aviv lo que Vietnam fue para Washington. Pero, a lo que puede verse, los halcones israelíes están dispuestos a porfiar en sus errores.
La infame destrucción humana y material provocada por los gobernantes israelíes en el país vecino no servirá de nada, por supuesto, para garantizar la seguridad de los habitantes de Israel. Por el contrario, el odio generado entre las sociedades árabes por esta matanza injustificable se traducirá en nuevos actos de violencia y en una permanente zozobra para toda la región, el Estado israelí en primer lugar. Aunque las fuerzas de Tel Aviv logren imponerse en el corto plazo aplicando su enorme superioridad militar, tecnológica y financiera contra un país que aún no se reponía de la guerra anterior, están echadas las simientes para un nuevo ciclo de ataques terroristas.
En lo inmediato, la humanidad asiste a una doble tragedia: la de los civiles libaneses asesinados, mutilados, despojados de sus bienes y desplazados de sus lugares de residencia por la acción de la artillería y la aviación de Israel, y la inacción de los poderes mundiales ante esta nueva atrocidad. Es política y éticamente catastrófico, en efecto, que un gobierno decrete y lleve a cabo el arrasamiento de barrios enteros, con sus habitantes dentro, y que el Consejo de Seguridad de la ONU se vea reducido a la inmovilidad por el veto de Estados Unidos, protector y cómplice de Tel Aviv en este nuevo crimen de guerra. Es degradante y desolador que la Unión Europea, con todo y su discurso impecable sobre derechos humanos, paz y democracia, se niegue a poner en juego su peso político, diplomático y económico para detener la mano asesina de los gobernantes de Tel Aviv. En ocasiones anteriores, la comunidad internacional se ha quedado impávida ante el martirio de pueblos enteros por poderes militares incontrolados, y ha terminado pagando un precio altísimo por su silencio cómplice. Ahora todavía está a tiempo de sentar un precedente y detener la destrucción de Líbano.