EJE CENTRAL
Plaza del Carmen
Todos los caminos llevan a Roma, todos los ríos mueren en el mar, todas las miserias mexicanas fluyen hacia la Plaza del Carmen: un rectángulo perfecto que tiene algo de puerto y de panteón.
Para encontrarla es necesario recorrer un laberinto de calles. Despojadas de sus fisonomías originales y corrompidas por el desorden, se han transformado en campos de batalla donde cada mañana los mercaderes levantan sus campamentos de plástico y se disponen a luchar contra el enemigo implacable: la miseria.
Los heraldos que anuncian el comienzo de las hostilidades son cumbias y reguetones que resuenan hasta en los campanarios; la estrategia elemental se basa en las leyes de la supervivencia; las armas son endebles mercancías desechables. La táctica de los combatientes consiste en pregonar más fuerte; su objetivo: resistir en las trincheras desarmables; su recompensa anhelada: alcanzar el futuro que comienza hoy y puede terminar mañana.
II
En esas calles, como en todos los campos de batalla, hay ruinas, muertos, heridos, enfermos, viudas, huérfanos, dementes. El más conocido es un hombre corpulento, con el rostro abotagado, los ojos que miran al vacío y la hirsuta melena hasta los hombros. Por las desgarraduras de sus ropas puede verse piel amoratada; en medio de su caótico discurso sólo hay una palabra comprensible: perdón, perdón.
Nadie sabe qué culpas atormentan a este hombre, pero cuantos lo ven se sienten responsables de su locura y tratan de limpiar sus conciencias ofreciéndole monedas. El no las codicia ni las recibe, ni siquiera las ve. Indiferente, deja que caigan al suelo. Alguien las atrapa y se aferra a ellas como a una tabla de salvación.
Mientras recorre su camino, el loco va sembrando el bien. Si lo supiera tal vez dejaría de repetir la única palabra que sobrevive al extravío de su vocabulario: perdón, perdón.
III
En esa calle nada es lo que parece: el hueco desigual fue una ventana. La tabla apolillada fue un portón, la piedra invadida por el musgo fue una cornisa, en la hornacina la figura monstruosa -roída por la contaminación- fue un ángel, el bulto abandonado junto a un zaguán es una joven que descansa sobre un altero de trapos, la línea que ensombrece su frente no es un mechón, sino una cicatriz.
La muchacha vigila 11 jaulas destartaladas que cuelgan en la pared donde exhibe sus mercancías: periquitos australianos, canarios, gorriones. tórtolas, petirrojos, palomas. Entre todas hay una muy hermosa. Su cauda es un abanico perfecto y su plumaje está salpicado de blanco y oro.
El ave despierta la curiosidad de los transeúntes y, en algunos, el deseo de comprarla: "¿Cuánto?"
La muchacha les contesta a los interesados que esa paloma no está en venta: es su amuleto y no lo cambiaría por todo el oro del mundo, ni siquiera hoy, cuando su casera le anunció que la renta del cuartucho donde vive subió de 400 a mil pesos.
IV
En esa calle tan estrecha el sol desciende con lentitud hasta los quicios. En el único que está siempre en penumbra vive una mujer larga, silenciosa, desconfiada: Milagros. Se sostiene de las propinas que le dan por llevar los desperdicios hasta el camión de la basura. De allí sacó los plásticos y cartones con que hizo su covacha. Se viste con las prendas defectuosas o sucias que los comerciantes ya no pueden vender.
Entre sus ropas guarda su único tesoro: el collar de Piquín, el perro que la acompañó durante los últimos cinco años. En señal de amabilidad y confianza, antes de irse a dormir ella lo liberaba de la correa tachonada de estoperoles y por la mañana volvía a atársela al pescuezo para, de ese modo, unirlo a su destino.
Piquín desapareció en febrero. A pesar de que los comerciantes le han repetido hasta el cansancio que el animal debe de haber muerto, ella sigue buscándolo. En ese afán abandona sus tareas y se va preguntando por el perro hasta que llega a la Plaza del Carmen: un rectángulo perfecto que algo tiene de puerto y de panteón.
Milagros acostumbra sentarse bajo un hermoso árbol de clavo, y con la correa en la mano murmura, canta, grita el nombre de Piquín. Embebida en su propia voz, no escucha al loco que sigue implorando perdón, no ve a la parvada de adictos que se acercan a pedirle una moneda, no se altera con el gesto del hombre que apuñala al viento.
V
Milagros no piensa en rezar por el anciano que agoniza apoyado contra una pared, no responde a la pregunta que le hace una mujer llorosa con un bebé en brazos, no se aparta para dejar camino libre al ciego, no ve la mano llagada con que una niña le pide limosna, no oye la carcajada con que una prostituta reta a otra.
Milagros no percibe el hedor que sale de la herida del joven recién llegado para descansar junto a ella, no se persigna cuando escucha las campanadas del Carmen y de San Sebastián, no ve la procesión de los que se encaminan a la iglesia para rezar por Supermán: murió ayer. Fue huérfano, mozo, ladronzuelo, torero, cantante, boxeador y, al final, una sombra más en la Plaza del Carmen.
Porque Milagros no oye ni ve nada. Ausente de la vida, sólo espera el regreso de Piquín. Lo necesita para tener alguien con quien compartir su destino. El perro no llegará jamás. A esas horas la Plaza del Carmen parece más que nunca un puerto y un panteón.