Kaneto Shindo en la Cineteca
El ciclo del cineasta japonés nonagenario Kaneto Shindo que presenta la Cineteca Nacional es, de algún modo, la prolongación de un ciclo anterior dedicado a su maestro Kenzi Mizoguchi. Con cintas facilitadas por la embajada Japón, esta retrospectiva de ocho cintas permite vislumbrar la parte más reconocida en Occidente de su vasta obra, que a la fecha incluye 47 largometrajes como realizador y casi 200 películas como guionista.
Shindo no es de modo alguno un realizador desconocido para los cinéfilos mexicanos mayores de 40 años. A finales de los años 60, películas como Onibaba (1964) o Kuroneko (1968) tuvieron largas corridas en los cines capitalinos, donde captaban a un público sujeto a la censura, ávido de emociones fuertes, y atraído por los títulos adjuntos impuestos a estas dos cintas, El mito del sexo y El grito del sexo, y a su extraña mezcla de transgresión, erotismo y suspenso.
María Luisa Amador y Jorge Ayala Blanco en su Cartelera cinematográfica (1960-1968) consignan que en 1968 Onibaba, el mito del sexo permaneció 22 semanas en cartelera. La isla desnuda (1960), otro título notable de Shindo -menos llamativo, es cierto-, había tenido un solo pase en la reseña del cine Roble siete años antes.
El contraste estilístico entre estas dos últimas cintas es notable. En La isla desnuda una familia campesina se enfrenta a la fatalidad de la pérdida de un hijo. Sin un solo diálogo, la cinta reconstruye con minucia, en un puro estilo neorrealista, la vida cotidiana de una comunidad agrícola, el paisaje y los ritmos de la faena laboral; las virtudes del montaje crean una atmósfera notable, súbitamente rasgada por la tragedia, y la pista sonora, que precipita la acción (búsqueda frenética de un curandero), y el desenlace funesto, matizando luego las expresiones del duelo. Un virtuosismo formal en deuda con las temáticas y formas del primer cine de Mizoguchi, la contrariedad existencial, la desesperanza y la muerte.
En Onibaba, la sensualidad es homenaje a la fuerza primitiva en una leyenda en la que la madre de un guerrero le disputa a su nuera los favores sexuales del hombre que ha venido a anunciar la muerte del hijo. Las dos mujeres son sobrevivientes en un Japón devastado, y su ocupación consiste en ultimar a los soldados heridos y deshacerse de los cadáveres para luego vender las armaduras rescatadas. La mujer madura, incapaz de soportar el desdén del forastero, decide aterrorizar a la pareja colocándose una máscara diabólica, misma que quedará pegada a su piel, lacerándola.
Kuroneko prosigue la recreación de leyendas medievales con una historia de fantasmas. La violación y asesinato de dos mujeres, víctimas de una horda de bandoleros, borra las divisiones de lo real y lo fantástico, provocando la irrupción en el mundo material de la voluntad de revancha de dos espectros femeninos, con una amalgama fascinante de sacrificio y deseo, y ecos de la formidable Cuentos de la luna vaga (1953), de Mizoguchi.
Niños de Hiroshima (1952) es otra cinta sorprendente que triunfa sobre las tentaciones de retórica y melodrama que permite su temática, para proponer una reflexión muy sobria sobre los saldos funestos de la guerra. Como en La isla desnuda, Shindo muestra aquí un notable talento para retratar la infancia, de modo particular el contacto de una generación golpeada directamente por la tragedia atómica y la generación siguiente que transita con dificultad por el duelo de la supervivencia.
El resto del ciclo ofrece la faceta del realizador ya septuagenario, su reflexión autobiográfica, directa o sesgada, y su renovado gusto por las historias fantásticas, desde La vida de Chikuzan (1977), hasta El árbol sin hojas, de 1986 (que se proyecta hoy), y dos cintas más, El actor y El búho, realizadas en la madurez crepuscular de los 90 años. Una sugerencia adicional para el cinéfilo: Kaneto Shindo rinde tributo a su maestro predilecto en Kenzi Mizoguchi, la vida de un director de cine (1975), documental disponible en dvd, en Videodromo.