Prueba de fuerza
Irán concentra la atención de la comunidad internacional desde que el ala denominada reformista en la elección presidencial de junio de 2005 (encabezada por el ex presidente Akbar Hashemi-Rafsanyani) fue derrotada por el conservador Mahmoud Ahmadinejad.
En materia de política exterior, el nuevo y enigmático presidente ha optado por el enfrentamiento en dos temas en extremo sensibles para Estados Unidos y Europa: el programa nuclear e Israel. La novedad no está en la introducción de esas dos líneas directrices en la política iraní (ya existían bajo la presidencia del liberal Jatami), sino en el tono de provocación que el ex alcalde de Teherán ha adoptado. La apuesta se basa en cálculos de corto plazo y en la táctica de regionalizar la crisis con Occidente. Irán es uno de los tres únicos países no árabes en Medio Oriente (los otros dos son Israel y Turquía) y el único Estado islámico chiíta rodeado de actores árabes, cuya población es mayoritariamente sunita (a excepción de Irak, Bahrein y Líbano), gobernada por sunitas (salvo Irak desde la caída del régimen de Saddam, y Líbano, gobernado por un sistema confesional más complejo). El peso de esta realidad sin duda ha influido en la percepción que Teherán tiene de su papel regional. En la zona sólo puede contar con Siria como aliado, lo cual no es precisamente gran consuelo. Desde mediados de los noventa empezó a mejorar sus relaciones con Egipto, aunque sólo desde diciembre de 2003 el acercamiento entre ambos es evidente. Con el resto de los 22 miembros de la Liga Arabe las relaciones pueden calificarse a lo mucho de distantes. El factor kurdo hace de Irak la fuente de una de las peores amenazas a la seguridad e integridad territorial de un país como Irán -cabe recordar las revelaciones en 2004 sobre la presencia israelí en el norte de Irak y la alarma que lanzó Turquía sobre las operaciones de los servicios de inteligencia israelíes en el seno de las comunidades kurdas de Siria e Irán.
En el ámbito interno, Irán enfrenta problemas económicos y sociales explosivos; el descontento social hasta ahora se ha visto contenido por el patriotismo en torno al tema nuclear. En cuanto a las grandes potencias, la sumisión de los europeos a la agenda dictada por la administración de Bush en Irak y Medio Oriente dejó a Teherán sin contrapeso importante frente a Washington. Finalmente, Israel, India y Pakistán poseen el arma nuclear -países que, a diferencia de Irán, no son signatarios del Tratado de No Proliferación Nuclear.
Por lo anterior no sorprenden ni la percepción que el gobierno iraní tiene de ser una fortaleza asediada ni el regreso de la dimensión mesiánica en su discurso. Ambos elementos sin duda se ven reforzados por la misma elite de múltiples facetas que forma la base del poder de Ahmadinejad, la cual proviene principalmente de una generación formada en la guerra contra Irak (1980-1988): los Pasdaranes, o Guardias de la Revolución, y los Basijis, o "movilizados".
Con el fin de disipar el conflicto directo con las potencias occidentales se observa un esfuerzo explícito de Irán por regionalizar la crisis en torno al tema nuclear, para gran descontento de Washington y Bruselas: así puede entenderse la adopción de un grotesco lenguaje antisionista, el apoyo al grupo de resistencia Hamas (que ahora encabeza el gobierno palestino) y al partido y grupo de resistencia libanés Hezbollah (ahora miembro del gabinete del gobierno de Fouad Siniora) y una presencia cada vez más marcada en Irak (al parecer mediante el despliegue de Pasdaran y servicios de inteligencia).
Seguramente la capacidad de Irán de agravar la situación de Estados Unidos en Irak o de provocar un aumento duradero del precio del petróleo disuade por el momento a Washington de llevar a cabo represalias militares. Quizá los iraníes consideran que el riesgo de sanciones es menor ahora de lo que podrá ser en un par de años. Se trata de una prueba de fuerza en la que Ahmadinejad percibe la oportunidad de imponerse definitivamente en la escena interior y de afirmar el estatus de Irán como potencia regional. Un estatus que exige no sólo defender la autonomía nacional en la decisión de enriquecer uranio, sino también reivindicar la retórica tercermundista, nacionalista y antimperialista que caracterizó a la Revolución Islámica de 1979, encabezada por el ayatola Jomeini.