La idea es matar
Cuando una organización armada del bando árabe o islámico -afgana, iraquí, palestina, libanesa- coloca cierta cantidad de explosivo cerca de civiles o militares -israelíes, estadunidenses, ingleses- y la hace estallar, la prensa mundial utiliza el término "atentado". Pero esa palabra no aparece en los encabezados ni en las bocas impolutas de los hablantines televisivos cuando las fuerzas armadas de Israel, Estados Unidos o Gran Bretaña realizan una acción similar mediante artefactos aéreos, terrestres o marítimos (aviones, misiles, artillería, barcos de guerra) y descuartizan, con una eficacia casi siempre mayor que la de sus contendientes, decenas de cuerpos humanos. Quiere decir que "atentado" se refiere a los medios empleados, no a la esencia del acto; que la destrucción de gente y bienes es legítima si la llevan a cabo cazabombarderos, tanques o cohetes de largo alcance, y criminal cuando la efectúan peatones miserables. Por lo visto, Corea del Norte va en camino de regularizar su situación.
En estas dos semanas ningún medio impreso o electrónico ha atribuido al terrorismo de Estado israelí los centenares de muertos y el éxodo de 800 mil personas en Líbano -más de uno de cada cinco libaneses se ha visto desplazado- ni ha mostrado interés por la manera en que el régimen de Tel Aviv ensambla sus bombas, bajo la bendición de la legalidad internacional. Casi todas las noticias enfatizan, en cambio, la decena de muertos y heridos causada por misiles de corto alcance y precisión deplorable que los combatientes de Hezbollah avientan, como pueden, sobre Galilea; otro tanto ocurre con los proyectiles de los palestinos de Gaza, los Qassam, que de vez en cuando hieren a alguien.
En el fondo, la diferencia entre las acciones de Israel y las potencias occidentales -en Afganistán, en Líbano, en Gaza, en Irak, no importa- y las de los grupos de resistencia locales es meramente económica: la cantidad, la potencia, la precisión y la eficacia de las máquinas para matar están directamente determinadas por los recursos invertidos en ellas. Una bomba puede ser llevada a su objetivo a pie, en autobús o en un avión supersónico. Pero, desde la perspectiva de la ética, no hay distingo. Los coroneles y generales israelíes (o los gringos, o los de la OTAN) planifican sus ataques con la misma minuciosidad que los combatientes árabes; calculan el daño que provocarán y hacen las cosas con el propósito de maximizar la destrucción. Ciertamente, trabajan en oficinas bien iluminadas y con aire acondicionado, lujos de los que muy probablemente carecen los mandos de Hezbollah y de los grupos armados palestinos.
En todos los casos la idea es matar. Sin embargo, resulta sorprendente la sumisión con la que los informadores se tragan el embuste de las "bajas colaterales" urdido por los poderosos para justificar su terrorismo de alta tecnología. Condoleezza Rice promueve in situ dilaciones a un cese al fuego, que son, a fin de cuentas, tiempo para seguir matando. Se le da crédito cuando asegura que busca "condiciones para una tregua sostenible", pero se deja de lado que cualquier tregua perdura si antes de llegar a ella se logra el exterminio físico del enemigo.
Con todo, los noticieros no pueden ser absolutamente mentirosos. Basta con verlos un rato para concluir lo mismo que dijo ayer el secretario de Organización del Partido Socialista Obrero Español, José Blanco, en torno a "la desproporcionada respuesta de Israel y sus ataques indiscriminados contra la población de Líbano": "En esta crisis, los muertos civiles no son daños colaterales, sino un objetivo buscado".
La idea de Hezbollah es matar. La del gobierno israelí, también. La diferencia entre uno y otro es de tecnología y de dinero. Tel Aviv cuenta con muchos aviones que valen una millonada, con fábricas de bombas, con navíos de guerra, con dispositivos computarizados y de precisión. Gracias a ello, se da el lujo de ser mucho más asesino que la guerrilla libanesa.