Paisaje familiar de Fidel Castro Ruz
Ampliar la imagen Fidel Castro leyendo Kaputt, de Curzio Malaparte, en la Sierra Maestra, en enero de 1958; enmedio, durante un ejercicio de tiro, en 1957, en ese lugar; abajo, el comandante cubano y Camilo Cienfuegos, a su llegada a La Habana, el 8 de enero de 1959. Imágenes tomadas del libro publicado por Editorial Océano
Un recorrido íntimo y anecdótico por el terruño familiar de uno de los líderes políticos más polémicos del siglo XX, Fidel Castro, es lo que propone la periodista del diario Granma Katiuska Blanco (La Habana, 1964), en esta obra que Editorial Océano lanza esta semana en librerías mexicanas. A partir de testimonios personales, entrevistas, información de primera mano y una cuidadosa pesquisa bibliográfica e iconográfica, la autora de Todo el tiempo de los cedros: paisaje familiar de Fidel Castro Ruz perfila un hombre de carne y hueso, un revolucionario que, por si alguien pudiera olvidarlo, tuvo una infancia y una juventud que es también la historia de sus padres, sus hermanos, demás parientes y, por supuesto, de toda una nación. Con autorización del sello editorial, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto de esta obra, la cual a partir del dato preciso y el testimonial puntual ''levanta el vuelo imaginativo para relatar los primeros asombros y las primeras luchas" del líder cubano
Ella olía a cedro como la madera de los armarios, los baúles y las cajas de tabaco, con el aroma discreto de las intimidades que, en su tibia y sobria soledad, recuerda los troncos con las raíces en la tierra y las ramas desplegadas al aire. Su olor perturbó los sentidos de don Angel. No supo si era el pelo de la muchacha recién lavado con agua de lluvia y cortado en creciente de luna para los buenos augurios, o tal vez su piel de una lozanía pálida y exaltada. Quizás era él. Imaginaba cosas, las inventaba o las sentía sin buscarse pretextos o razones válidas.
Clareaba cuando la vio como era en ese tiempo: una joven crecida, de esbeltez de cedro, ojos negros y energía como la de ninguna otra campesina de por todo aquello. La observó de lejos, con el cuidado de no espantarla con su apariencia hosca, sus cejas ceñudas y su porte de roble. Tenía la fusta entre las manos para aliviar su impaciencia, dándole imperceptibles avisos a la cabalgadura, mientras ella pasaba de largo, en silencio.
Era la época de los temporales y las sombras del monte rezumaban humedades y rumor de alas. Lina tendría entonces unos 19 años y él rebasaba los 45. Por un instante, sólo por un instante, pensó que estaba viejo y pesaban demasiado el compromiso de antes, las tristezas del alma y las marcas del cuerpo.
Había llovido mucho desde que partió de San Pedro de Láncara, un pueblo de inviernos rudos y colinas tenues, en Galicia, donde nació el cuarto día del último mes del año de 1875. Con poco más de 20 años ocupó por mil pesetas y el deseo de probar suerte, el lugar de alguien que no estaba dispuesto a correr riesgos en Cuba, aquella isla maldita al otro lado del mar, donde la guerra del 95 y las fiebres asolaban a la gente como una epidemia de cólera.
Resolvió así convertirse en un recluta sustituto, uno de los tantos jóvenes que posibilitaban la redención militar a los hijos de quienes poseían recursos económicos suficientes como para no embarcarlos en los vapores de la Compañía Trasatlántica, con rumbo a la guerra en las tierras ásperas y desconocidas del trópico. Dos mil pesetas era el precio por librar el servicio militar en Cuba. También se podía eludir la guerra con una cantidad entre 500 y 2 mil 250 cincuenta pesetas si se aportaba un soldado sustituto, alguien que no hubiera salido en el sorteo de la quinta parte de los seleccionados cada año para el ejército, o uno de aquellos cuyo destino no fuera ultramar.
Desde 1764, el correo marítimo establecido entre España y las Indias Occidentales había facilitado la emigración gallega a las tierras americanas, pero por fortuna ya no eran los veleros de transporte de pasajeros los que cubrían la ruta entre España y Cuba, cuya travesía demoraba entre 80 y cien días, durante los cuales la modorra y la sal invadían el maderamen del barco y el alma de los viajeros con una obstinación aburrida y poco menos que pecaminosa. Ahora eran buques de otro calado y velocidad los que atravesaban el océano, mientras dejaban una nube de hollín entre las olas y el viento.
El joven Angel había permanecido en silencio, mientras el vapor avanzaba vapuleado por el mar con una cadencia de vals propicia a las meditaciones. Sin embargo, la calma no conseguía borrar la inquietante sensación que lo embargaba, no resistía la pestilencia que despedían los cuerpos amontonados durante días, como blasfemias insultantes con un desenfado aterrador. Fue en medio de aquella atmósfera densa que escuchó hablar por primera vez de la trocha de Júcaro a Morón, una barrera con puestos de observación, alambradas y pequeñas fortalezas militares levantadas por tramos al borde del oriente del país, para evitar el paso de los cubanos en armas hacia el occidente. Alguien aseveró que los destacarían allí, en pleno vórtice del huracán y mencionó la primera carga al machete dirigida por Máximo Gómez, cuando aún no era el General en Jefe de las tropas cubanas y apenas concluía un mes de iniciada la primera guerra. La historia era contada como una leyenda espectral en las noches de los fortines ro-deados por la manigua con toda su espesura de enredaderas, susurro de grillos, pájaros, o avisos del enemigo. Mientras Angel escuchaba, el hombre pormenorizaba los detalles de aquel pasaje de guerra del 68, cuando los españoles constataron la definitiva resolución de los mambises por alcanzar la independencia. Los cubanos ponían la piel a las balas del Máuser y terminaban venciendo por la pujante decisión con que embestían, inspirados en la pasión libertaria y el desprecio a la opresión.
Quien evocaba, lo hacía casi en un murmullo, recreando cada detalle, gesticulando despacio. Sabiéndose conocedor de una realidad desconocida por los otros, provocaba de una manera sutil no sólo la expectación, sino también el miedo en los demás. De pronto hizo un alto, respiró profundo y se adentró en la memoria más estremecedora. Don Angel seguía con interés cada palabra.