Por Patricia Volkow
Victoria tiene 23 años, es menuda y muy delgada. En la primera visita me pareció una chica de la secundaria, de las de mis tiempos de estudiante hace 30 años. Su figura es frágil, pero su nariz aguileña y los ojos intensos, de marcada inteligencia, dan idea de una inmensa fortaleza.
Victoria tiene un hijo de tres años que apenas pesa siete kilos. Sólo el amor y la inmensa dedicación lograron hacerlo llegar a esta edad, después de innumerables visitas a médicos, medicamentos, inyecciones y hospitalizaciones. Finalmente un médico dio con el diagnóstico; le solicitó una prueba para detectar el virus que causa el sida. Fue positivo. El pequeño Luis Enrique tiene sida. Para un médico experto el diagnóstico era más que obvio, pero no lo fue para la decena de médicos que lo vieron desde que nació.
Juan, el padre, tiene treinta años. Decidió dar un nuevo rumbo a su vida: “borrón y cuenta nueva”, como dicen. Borrar que fue un niño de la calle, producto de la desintegración familiar y el abandono social; borrar que se prostituyó para sobrevivir su infancia. Sólo recordar a partir de que aprendió un oficio que le permite ganarse la vida. Está deshecho con el diagnóstico. No lo acepta. No lo entiende. Ama a su hijo, pensaba darle todo lo que él no tuvo. “¿Por qué mi hijo?”, pregunta con ojos llenos de lágrimas, cuajados de rabia.
¿Por qué? Porque este niño nacido en Foxilandia, donde todo parece perfecto y las cifras hablan de bonanza, no tuvo el beneficio de que su madre tuviera un diagnóstico oportuno y recibiera medicamentos contra el virus del sida que habrían evitado que él naciera infectado. A pesar de que el parto se atendió en un hospital.
Dos semanas después vuelven al consultorio. Luis Enrique ya está recibiendo tratamiento y parece estable: ha empezado a ganar peso. Los resultados de las pruebas de laboratorio muestran que ambos padres también necesitan empezar a tomar medicamentos, pero Juan no ha dejado de beber desde que se enteró. La psiquiatra consideró que tiene, como es comprensible, una reacción depresiva grave. Después de un par de horas de consulta le dio una hoja de referencia para el hospital psiquiátrico que queda al otro lado de la calle, justo frente al hospital en que nos encontramos. Juan se niega, en principio, pero Victoria lo convence de que vaya. Los dos se despiden.
Apenas unos minutos después, mientras bajó las escaleras que me llevan al consultorio, siento los dedos fuertes y delgados de Victoria sobre mi brazo. No grita, pero hay algo más estridente en su voz. Suplica con dolor: “Doctora ayúdeme, Juan se está convulsionando afuera en la calle y está sangrando”. La fuerza de su mano me hace reaccionar. “Espera”, le digo. Volteo a ver a Sofía, una enfermera, y le pido: “Venga conmigo a la calle, traiga un ampolleta con Valium, una jeringa y alcohol”. Yo voy por guantes, gasas y un torniquete. En su camino, Sofía arrastra a otra enfermera y a un camillero que llegan apenas unos segundos después de mí.
¿Qué se necesita para actuar?
Juan se convulsiona en la calle, justo frente a la entrada del Hospital Fray Bernardino, testigo inconmovible. La gente rodea a Juan con curiosidad malsana, lo miran sangrar por la boca a borbotones. Nadie lo ayuda, nadie se acerca, como si supieran su diagnóstico.
Cuando me arrodillé, Juan dejó de convulsionarse. Con las manos enguantadas, Sofía y yo le limpiamos la sangre y le protegimos la lengua lesionada. Volvió en sí e hizo un súbito esfuerzo para levantarse, como queriendo mostrar que no sucede nada, pero sólo consigue caerse de nuevo.
Con la ayuda de las enfermeras y el camillero lo subimos a la silla de ruedas. Las puertas del hospital que tenemos enfrente permanecieron cerradas. Por el teléfono celular llamo para que lo reciban en la sala de urgencias del hospital general que está en la misma zona. El camillero da la vuelta a la silla de ruedas y se lleva a Juan, acompañado de Victoria, de su miseria y su dolor.
Me lleve a casa el recuerdo de Victoria. La sensación de sus dedos de águila apretando mi brazo. Su desesperación, su desamparo, su vida sin esperanza. Sin nada.
A la mañana siguiente tomo el periódico y una noticia atrapa mi mirada. Me indigna. “Un mexicano gana 17 millones de pesos diarios”. De un lado todo, hasta lo que no logra concebir la imaginación. Todo, todo. En el otro extremo nada, ni siquiera el derecho a nacer sano. Me imagino la casa de Victoria y Juan: un cuarto con apenas un colchón, una mesa, dos sillas y una hornilla. Quizá hoy no habrá nada que comer, Juan lleva sin trabajo más de un mes y ayer las cosas empeoraron.
¿Quiénes son los campeones en este país? ¿Quiénes han logrado tanto éxito? ¿Por qué se han hecho inmunes a la miseria de tantos? Miseria que crece cada día. ¿Quiénes se han permitido pintar con cifras de bonanza tanta miseria y desintegración social? ¿Cómo han logrado disfrazar y maquillar la pobreza de millones, la falta de oportunidades elementales, como la asistencia médica?
“Las estadísticas dicen que México tiene un epidemia de sida concentrada, por eso, no se justifica un programa universal de prevención perinatal”, contestó el doctor Jorge Saavedra, director del Censida, a mi petición de extender la cobertura de los servicios médico preventivos gubernamentales a la transmisión perinatal del VIH. Seiscientos casos de sida en niños en los dos últimos años. ¿No les parecen suficientes? ¿Cuántos niños tendrán que nacer infectados para que las cifras los conmuevan y los saquen de su autocomplacencia?
Un mes de ingresos del afortunado mexicano millonario citado por el periódico sería más que suficiente para hacer el mejor programa de prevención perinatal. Pero el dinero no fluye a estas necesidades. Pareciera que la medicina preventiva no es redituable. No puedo quitarme la idea de que en este mundo, donde prevalece la dinámica del mercado y la ganancia, un estudio de costo-beneficio podría concluir que un caso diagnosticado de VIH/sida genera más riqueza. Si no se previenen las infecciones algunos saldrán ganando. Esto claramente no fue el caso de Victoria. |