La otra y nueva guerra de Reforma
Ampliar la imagen Paco Ignacio Taibo II en la inauguración de la Expo fraude 2006 que se instaló frente al Hemiciclo a Juárez, donde se exhibieron copias de actas con irregularidades FOTOJosé Carlo González
I
En este país hubo unas elecciones con un prólogo marrano y una factura bastante turbia. Desoyendo la voluntad de que se diera certeza a los que votamos, las autoridades electorales dieron el triunfo al representante de un partido neointegrista católico, que por cierto se encontraba en el poder nacional, por la ridícula diferencia de un cuarto de millón de votos. La disidencia de la coalición de centroizquierda llamó a la resistencia civil con una demanda verdaderamente certera: "Voto por voto, casilla por casilla", pidiendo un recuento general. Si los ganadores estaban tan convencidos de su triunfo, ¿por qué no refrendarlo en un reconteo de los votos? Tras una manifestación de un par de millones de personas, probablemente la más grande de la historia de México, se convocó a la formación de un inmenso campamento de una docena de kilómetros que se iniciaba en el Zócalo de la capital. Esta es resumida historia antigua, casi prehistoria, para los lectores que la han estado siguiendo apasionadamente día a día.
Pero, dentro de esa historia, hay otra.
II
Espero nuestro turno frente a la rígida imagen de ese Juárez para despistados que preside el centro de la Alameda. La poeta Ana María Jaramillo lee, ante un par de centenares de atentos ciudadanos, un largo poema sobre su juventud y su infancia; unos minutos antes una compañera cantautora ha probado con los versos de Silvio Rodríguez. Poco después, junto con el historiador Pedro Salmerón, nos haremos cargo del micrófono para dar una conferencia sobre el otro Juárez, el terco, el rebelde, el que puso en su lugar al clero en la guerra de Reforma, el que mantuvo la existencia de la nación desde su carruaje durante la invasión francesa. Tras nosotros se hará cargo del templete una danzarina de vientre y un compañero que informará sobre la situación del movimiento hispano en Estados Unidos. En un determinado momento se reunirán casi un millar de personas seriamente escuchando.
Al terminar, y tras jurar y rejurar (esto se llama presión del público) que este curso de historia de México alternativa seguirá todos los días a las 12 y media de la mañana, recibo de premio por mi intervención un tamal que me regala el compañero Jesús y montones de regaños por andar bebiendo cocacola, por más que explico que el Che también la bebía y que está manufacturado por honestos obreros de Tlalnepantla que están en favor del movimiento. Amenaza lluvia. Camino hacia el fin del plantón.
Una docena al menos de kilómetros de carpas y tiendas de campaña corta la ciudad y la hiere. Una movilización masiva contra el fraude electoral que se ha convertido en un campamento central en el Zócalo y 16 campamentos más (ahora serán unos 20 porque se ha reforzado la zona más árida de Paseo de la Reforma). Cada campamento a su vez se fragmenta en grupos con una enorme autonomía.
Con esta habilidad para levantar ciudades de madera y cartón que el precarismo de la sociedad mexicana ha creado como respuesta a la miseria, el movimiento ha desplegado a lo largo de diez días una actividad inmensa, enloquecida. Levantado carpas, templetes, colocado televisores, tarimas, jacales, mecates. Ha creado un centenar de comedores colectivos, dos docenas de puestos sanitarios, retretes, propaganda, carteles hechos a manos, tendederos de información. Decenas de millares de personas han estado involucradas en el proyecto, a veces centenares de miles. Es la capacidad de organización múltiple que surge de una sociedad de parias que han generado una riqueza inmensa, con muchos años de luchas sociales.
Y es popular, muy popular. Molestamente popular para una nacoburguesía que despliega su lamentable ausencia de sentido patriótico y nacional al grito de "¡Ya cálmense, pinches pobres!"
Lo peor que se podría decir de los campamentos lo han repetido los medios de comunicación hasta la saciedad y el aburrimiento: que bloquean arterias importantes y hacen de la vialidad en el centro un desastre. Se pudo haber evitado, quizá se pudieron haber concentrado los campamentos y evitado una dispersión que a veces deja sin vitalidad 500 o 600 metros de ese inmenso corredor repleto de actividades. Quizá con esto se pudo haber evitado la confrontación con honestos oficinistas, taxistas, trabajadores, que nada tuvieron que ver con el fraude electoral.
Pero más allá del error (a veces la dirección del movimiento peca de soberbia) lo que se está discutiendo es demasiado grande, demasiado importante, para caer en la trampa de ese falso debate. Lo que se discute es si este país se va a salvar de una vez por todas del fraude electoral como mecanismo de selección de un presidente.
III
El campamento de la Alameda, coordinado por los perredistas de Iztacalco y dirigido por Erasto Ensástiga, su próximo delegado, es una fiesta. Ahí, un par de promotores culturales han volcado la experiencia de estos años, el poeta Marco Antonio Laison y Sergio Gómez han montado, además de un templete de actividad continua, un libro club y una biblioteca móvil, tienen un club de ajedrez (una curiosa constante en muchos de los campamentos). A unos metros del templete hay un segundo salón de conferencias donde cuando llego hay una conferencia sobre sexualidad femenina. Me cuentan que Gabino Palomares ha cantado media hora antes en el campamento vecino. Alguien me dice que en el campamento uno, en Madero, de los compañeros de Cuauhtémoc, hubo un buen recital de poesía. A unos cuantos metros un pequeño campamento estudiantil alterna las conferencias sobre la situación política internacional con los discos de ópera.
A lo largo de nueve días me he vuelto ciudadano de esta metrópolis peatonal que da una extraña dimensión a las viejas avenidas. Cruzo con mi amigo Gandhi (vaya nombre más chingón para tiempos como estos) Insurgentes rumbo al campamento de Tláhuac para hablar de nuevo de las historias del cura Hidalgo, cuando una mujer, copiloto de un coche rojo, se dedica a insultarnos con verdadera vocación. Una muchacha a nuestro lado le devuelve el grito: ¡Bruja! Ya llévatela al siquiátrico de Tlalpan! -le dice a su marido, que toca el claxon enfurecido. Nos reímos y la saludamos con una reverencia, lo que provoca mayor furor de la insultadora.
Me cuentan que esta es la zona de las mentadas de madre y que alguien puso un gran cartel: "Si está de acuerdo con López Obrador, toque el claxon". Con lo cual neutralizó el agravio, pero no el ruido solidario.
Al día siguiente camino hacia la glorieta de Colón, donde descubro al narrador de ciencia-ficción García Junco coordinando un espectáculo que se llama "Danzando por la democracia", donde se están produciendo las finales de un concurso de danzón. Durante un rato del trayecto me acompaña una tambora sinaloense. A lo largo del recorrido, bajo las carpas, descubro grupos de rock y ská actuando, titiriteros, mimos, mítines informativos, ofrendas de muertos.
La orquesta de San Juan de Aragón toca frente a uno de los campamentos un pasodoble, jovencitas con clarinetes, trompetas, tarolas, fagots. Me encuentro con Paco Martínez Marcué que anda organizando que un ensamble de música barroca toque en el campamento de la Magdalena Contreras.0
He visto videoclubes funcionando hasta las cuatro de la madrugada, cerca de un centenar al menos, y Macotela y otros pintores haciendo un taller de pintura en la Diana.
Al menos 400 actividades culturales se realizaron el fin de semana en los campamentos de Madero, Juárez y Reforma. No hablo del trabajo que Jesusa y otros compañeros están realizando en el Zócalo, en el gran templete central, donde se suceden los espectáculos teatrales y musicales, hablo de lo que ocurre en decenas, quizás un centenar o más de pequeños escenarios distribuidos a lo largo de los kilómetros que van desde Madero a la fuente de Petróleos.
Y la variedad es notable. Poco a poco el teatro ha empezado a ocupar un espacio en los campamentos: Sergio Bustamente escenifica un pequeño monólogo de ocho minutos titulado El Merolico; Fernando Bonilla pone en escena un espectáculo llamado Los dos gallos.
La gráfica se ha desatado: murales (hay uno excelente, cuyo autor no he podido identificar, en las cercanías de la estatua de Colón), carteles (una maravillosa nueva versión del grito de Munch que firma Fabiola), centenares de copias de las caricaturas políticas de Helguera, El Fisgón, Magú, Rocha. Millares de carteles ciudadanos expresando opiniones, utilizando el humor y la burla como instrumentos de combate. De Madero a la estatua de Colón, el hit parade musical lo encabeza una canción de Gabino Palomares titulada Salimos, la escucharé media docena de veces: "Salimos a la calle y los balcones a defender la patria y el honor."
Resulta fascinante el papel central de los trabajadores de la cultura en este plantón, y con esto no quiero decir una docena de novelistas conocidos, cuatro grupos musicales y otra docena de actores de renombre. Quiero decir miles de creadores y activistas culturales: caricaturistas políticos, pintores, muralistas, poetas, bailarines de danza clásica, bailarines exóticos, cantantes de rancheras, cantautores, historiadores, periodistas, locutores de la radio, promotores de radios libres, sonideros, grupos de mariachis, cuartetos de música de cámara, videoastas, documentalistas, organizadores de cineclubes populares, orquestas de danzón y música tropical, rockeros, cuentistas, cuentacuentos, filósofos, sexólogos, expertos en medicinas alternativas.
Muchos de ellos han encontrado aquí el público que la sociedad de consumo les niega, muchos generosamente invierten su tiempo y su talento gratuitamente en esta gente ávida y sonriente, que como siempre, en el mejor de los México, han hecho de la rebelión una fiesta.
Alguien debería dejar una mejor constancia que ésta, redactada a vuelapluma, de esta pequeña revolución cultural. Los que estamos viviendo esta experiencia, difícilmente la olvidaremos.
Una mujer vende tunas sobre una manta, el letrero dice: "Voto por voto, tunas a cinco pesos". En este espacio liberado no tiene que pagarle cuota a nadie, no tiene que pedirle permiso a nadie, no tiene que pagarle impuestos a nadie. Escucha, sentada en el suelo, un tocadiscos que a todo volumen clama una obertura de Wagner, en mitad de la avenida Reforma.
-¿Le gusta? -pregunto.
-Por eso me acomodé aquí -dice.