Guerra sin fin
Ampliar la imagen Un libanés levanta el cuerpo de un niño no identificado, ayer durante el funeral de 29 víctimas de un ataque israelí contra el poblado de Qana lanzado el pasado 30 de julio FOTOAp
Es tiempo de muerte en Líbano. Cualquiera que haya seguido la historia moderna del país podría muy bien confundirse. En 2000 la resistencia libanesa expulsó al ejército israelí de la tierra que ocupaba. Una intifada popular expulsó al ejército sirio en 2005. ¿Cómo pudo una operación militar menor, emprendida por Hezbollah, poner a Líbano al comienzo del juego como si no hubiera logrado nada? Parecería que entramos en un laberinto del que nadie conoce la salida. La única certeza es que Líbano enfrenta la destrucción, que el sueño de restaurar la independencia del país quedó pendiente.
En 1978 Israel devastó Líbano y estableció un cordón militar con el fin de proteger sus asentamientos situados en el norte de los cohetes Katiusha de la (Organización para la Liberación de Palestina) OLP. El país se volvió el núcleo de una serie de guerras, invasiones y retiradas. Luego, en 1982, bajo el liderazgo de Menahem Begin, Israel decidió que era necesaria una victoria decisiva. Las columnas armadas invadieron Líbano y llegaron a las afueras de Beirut. El objetivo era quitarse de encima a los palestinos y ponerle fin a sus esperanzas de crear un Estado independiente. Yasser Arafat y sus hombres se vieron forzados a abandonar Líbano por mar e irse al exilio en Túnez.
Con las masacres en los campos de Sabra y Shatila, los israelíes se humillaron de nuevo en el mundo árabe. Estaban convencidos de que la confrontación en su frontera norte había terminado y que sus ejércitos habían logrado no sólo ponerle fin a lo que los amenazaba, sino sojuzgar a los palestinos y los libaneses. No fue así. Arafat se mudó a Ramallah, donde pudo convertirse en el primer líder palestino que habiendo sufrido la nakba de 1948 pudo vivir hasta sus últimos días en su patria, y el ejército israelí fue forzado a retirarse de Líbano.
¿Por qué entonces la guerra entre Hezbollah y el ejército israelí asumió ahora tal proporción? La cuestión está por supuesto ligada con todas las otras cuestiones que rodean el problema palestino, y está vinculada también a la riqueza petrolera en Medio Oriente, que ya se volvió una maldición.
Líbano ejerció como una entidad diferenciada tras el colapso del Imperio Otomano. Se suponía que el Estado fundado en Damasco por el rey Faisal primero después del final de la Primera Guerra Mundial incluía a Líbano, Siria y Palestina, pero luego Palestina se volvió un mandato británico, y el movimiento sionista se implantó ahí. Después de la Segunda Guerra Mundial y al final del mandato francés en Siria y Líbano, ambos países se hicieron independientes, pero Siria pareció perder su identidad, insegura de si aliarse con Irak o entablar una unión política con Egipto. Luego, en 1963, hubo un golpe de Estado baathista, y Hafiz Assad, un oficial de la fuerza aérea, triunfó en la subsecuente lucha por el poder, convirtiéndose en presidente en 1971. Assad extendió su esfera de influencia a Líbano y lo volvió un pivote de la política regional durante la última etapa de la guerra fría.
Líbano no fue afectado por las revoluciones militares del Oriente asiático después de 1948. Fue un oasis de libertad cultural en una región dominada por regímenes militares revolucionarios. Fue también el punto débil de la zona, vulnerable a la influencia externa, dado que la diversidad religiosa de sus ciudadanos significaba que era difícil para el Estado asumir el control pleno de la seguridad interna o la política exterior. Hubo severas tensiones a lo largo de los primeros años de independencia, que llegaron a un clímax en 1958 al surgir un nacionalismo árabe como resultado de la influencia de Nasser. Ese año, una guerra civil de menor escala terminó con un arreglo egipcio-estadunidense después de que los marines estadunidenses desembarcaron en Líbano.
Desde 1978 Líbano ha sufrido cinco invasiones israelíes, cada una dirigida a la destrucción de proyectiles: en 1978, 1982, 1993, 1996 y 2006. En cada una de estas ocasiones el ejército israelí combatió únicamente con las semiorganizadas milicias palestinas y libanesas. ¿Se anotan los israelíes una victoria en 1982? No podría nunca contarse como tal, pues está mancillada por las masacres de Sabra y Shatila. Tampoco cuenta la de 1993, pues significó el reconocimiento de la OLP. Después de la retirada del año 2000, durante la cual los habitantes del norte de Israel tuvieron que vivir en refugios debido a los proyectiles lanzados por Hezbollah, hablar de victoria es todavía menos apropiado.
Era una guerra pero no era una guerra, porque los agresores no reconocían la existencia de la otra parte, hasta que los palestinos accedieron en Oslo a algo que equivalía a una rendición. Pero al final no se rindieron e Israel sacó ventaja de los ataques del 11 de septiembre para acabar con los líderes palestinos más moderados. Esto condujo a un caos total en la Gaza ocupada y en Cisjordania. La violencia que hoy se ha tragado a Líbano es parte de esta tendencia. Cuando los palestinos de Gaza lograron capturar a uno de los soldados de Israel en el campo de batalla, Israel se negó a la lógica de la reciprocidad. En cambio, sumergió a Gaza en un estado de letal anarquía. Israel rehúsa intercambiar prisioneros porque considera terroristas a Hamas y Hezbollah. El problema en Gaza y Cisjordania es claro: Israel quiere crear jaulas y guetos para los palestinos. En Líbano la situación es más compleja.
Los israelíes dicen que no ansían ocupar Líbano. Eso también dicen los estadunidenses acerca de Irak. El punto, sin embargo, no es lo que quieren, sino lo que están haciendo. ¿Puede Israel tolerar un caos étnico y religioso en sus fronteras? ¿Le está haciendo un servicio a Estados Unidos al debilitar al aliado más fuerte de Irán en la región, antes de abrir el expediente nuclear iraní? Lo que es claro, por debajo del grave zumbido de los misiles lanzados contra los suburbios del lado sur de Beirut, es que Israel, dándose cuenta de que es incapaz de destruir a Hezbollah, decidió arrasar Líbano. Pero la locura no es sólo israelí. Gran parte del mundo árabe se está metiendo al mundo de la autodestrucción, expresando esta decisión mediante una ideología fundamentalista que, tal vez sin darse cuenta, refleja el punto de vista de los discípulos de Bernard Lewis, los neorientalistas.
Líbano está atrapado entre la estrategia de Israel y la de Siria. Israel, como el lobo vestido con piel de cordero de la fábula de Esopo, se monta el papel de víctima. Pero Israel alega también que su presa no es un cordero, sino un lobo, o por lo menos los israelíes la fuerzan a actuar el papel de lobo.
La estrategia de Siria, confeccionada por el fino presidente Assad, y utilizada siempre que su régimen se hallaba amenazado, puede entenderse adaptando la historia de Abraham e Isaac. Siria necesita un cordero para sacrificarlo en vez de su hijo. De ser necesario, aparentará proteger al cordero, haciendo que el cordero parezca lobo, aun mientras espera la hora de su sacrificio.
Líbano se halla atrapado entre estas dos estrategias hace 30 años. Pero ahora hay nuevos actores en el escenario: Estados Unidos e Irán. En los años ochenta, los estadunidenses alentaron a Irak a que contuviera a Irán mediante una guerra aplastante, igual que le asignaron a Siria la tarea de imponer la paz en Líbano. El temor de ahora es que Estados Unidos haya dado luz verde a Israel para destruir Líbano. Los iraníes adoptaron políticas sensatas en Afganistán e Irak, y son los únicos beneficiarios del torbellino de la guerra estadunidense. Irak se ha colapsado, manos o menos en sus brazos: con la retirada de las tropas estadunidenses y británicas, se volverá una zona de guerra civil dirigida por Teherán. Afganistán está permanentemente al borde del abismo. Teherán explota esto e intenta desestabilizar a los aliados de Washington en la región. La forma en que Estados Unidos e Irán se comporten en el frente de batalla de Líbano decidirá la suerte no sólo de Líbano, sino de todo el Medio Oriente.
Queda claro tras los primeros días de confrontación que Hezbollah preparó el conflicto de modo que convocara admiración en una región donde las guerras con Israel únicamente acarrean frustraciones. Es evidente que las armas de Hezbollah no sólo pretenden la defensa de Líbano, sino que se reservan para una batalla más grande, una batalla para defender el armamento nuclear iraní. Líbano tiene que unirse a la batalla contra Israel no porque quiera hacerlo, no porque todavía haya prisioneros libaneses en las cárceles israelíes, sino porque las únicas opciones que Israel le ofrece al Medio Oriente árabe son someterse o colaborar con el aplastamiento de los palestinos.
No digo esto para defender la estrategia militar de Hezbollah, o la visión siria basada en exportar tensión más allá de sus fronteras a costa de los pueblos libanés y palestino. Debe emerger una estrategia alternativa en el mundo árabe, antes de que el fundamentalismo se apodere de todo y vuelva cada país árabe en el escenario de batallas y destrucción. El último bastión de la resistencia secular, la OLP, está destruido. Tal vez Arafat se equivocó en Oslo, pero un error mayor es haber permitido la corrupción de la Autoridad Nacional Palestina, lo que significó que no pudiera reaccionar adecuadamente ante la marea creciente del fundamentalismo. Se necesita una visión fresca, basada en la justicia, la paz y la democracia. El problema es la influencia de los estados petroleros árabes, que son oligárquicos en lo político y en lo cultural. Hoy Líbano está pagando el precio de la locura, la impotencia y la subordinación de estos estados ante Estados Unidos.
No exonero a los libaneses de la responsabilidad por los horrores que ocurren. Construir un país democrático es el deber de todo libanés. Los diferentes grupos religiosos tienen que hallar el modo de unirse en un proyecto político. El faccionalismo y el miedo hacen imposible confrontar las armas que destruyen un país surgido de los escombros sólo para hallarse enterrado de nuevo entre los escombros.
Ante mí están las mismas imágenes de muerte que presencié hace 24 años. Las escenas son las mismas, el ruido de la aviación invasora sobre los cielos de Beirut y por todo Líbano es el mismo. ¿Estoy mirando o son sólo mis recuerdos? Cuando uno es incapaz de distinguir entre lo que está frente a nosotros y lo que uno recuerda, se vuelve evidente que la historia no enseña nada, y queda claro también que lo que los israelíes llaman guerra no es una guerra, sino meramente las primeras escaramuzas de una guerra que todavía no comienza.
Desdichados aquellos que creen que esta masacre es la guerra. Desde 1973, el mundo árabe ha peleado únicamente en los márgenes.
Los israelíes deben cuidar que no se estén engañando a sí mismos y crean que ya lograron la victoria, porque la naturaleza de tales no-guerras es que pueden repetirse una y otra y otra y otra vez.
Traducción: Ramón Vera Herrera
(Publicado originalmente en inglés en The London Review of Books. Se reproduce en estas páginas con la autorización del autor)
Elías Khoury es director y editor en jefe del suplemento cultural del diario An-Nahar, de Beirut. Bab al-shams (La puerta del sol) es su más reciente novela traducida.