Fuera y adentro de Bellas Artes
Veintiocho minutos exactos desde Insurgentes y Barranca del Muerto al Palacio de Bellas Artes donde me esperan para la presentación de mi más reciente novela. A las cinco cincuenta horas de la tarde estamos entre la Torre Latinoamericana, arriba un cielo azul que da vértigo, y el hundido y flotante palacio porfiriano que causa otro vértigo. En medio, los campamentos. Repletos, las personas pululan, hay una parte festiva en ese megaplantón con visos de feria.
Camino entre los campamentos. Un chamaquito de cinco, seis años, se me cruza en el camino y me ve a los ojos con sus grandes ojos negros. Le acaricio el pelo negro, de ese negro de las alas de cuervo, duro el pelo. Me siento al lado de un viejo que tiene un pedazo de periódico en las manos. Me sonríe y me dice: "Es mi nieto".
"Y usted, ¿de dónde es?" "De Querétaro". "¿Está en un campamento?" "Sí, en aquél", me señala con la mano abierta una tienda de campaña justo frente a nosotros. ¿Y usté, de dónde?" "Aquí nací". El sol cae ardiente a esas horas del atardecer, me quito el sombrero para abanicarme con él. El viejo, desdentado, viste una camisa y un pantalón de manta, frescos, se antoja vestirlos con el calor. Reconozco La Jornada, o más bien dos páginas del diario en las hojas arrugadas, usadas, leídas, que tiene en la mano. "Veo que lee La Jornada, ¿qué le parece?"
Su mirada cambia, desaparece la sonrisa algo burlona que deben haberle causado mi sombrero y mi calor agravado con mi ropa demasiado calurosa.
"Ah, La Jornada nos ha apoyado mucho. Se portan muy bien con nosotros." Un hombre más joven, con otras páginas de La Jornada en las manos, acaso un estudiante me imagino por la ropa que trae, interviene: "Nos pasamos el periódico unos a otros, ¿usted lo lee?" "Claro".
Comprendo que compartan el periódico, que se lo pasen de mano en mano. Las cifras de venta no son las de lectores.
Me levanto. Corteses, se levantan para despedirse con la educación de la gente que desconoce la barbarie moderna. "Los invito a la presentación de una novela, ahí, en el Palacio de Bellas Artes, en la Sala Ponce". "¿Cómo cree?, no puedo entrar." "Es gratis, la entrada es libre." "No, no tengo más que huaraches y así vestido como estoy, pos no se puede. Entrar al palacio, ¿cómo cree? Pa' que me vean feo, no", me dice el viejo. El más joven inclina la cabeza, pensativo. Insisto en mi invitación, pero me doy cuenta de que el museo les está prohibido en forma callada, secreta, por más que se diga que los museos son para el pueblo. No se atreven a entrar al Palacio de Bellas Artes... por el momento.
Museos, palacios, recintos culturales que se hallan cerrados aunque tengan las puertas abiertas. Y que deberán abrirlas de par en par para dar a todos el acceso a los murales de Tamayo en Bellas Artes, a tantas obras que sólo existen gracias a la cultura de nuestro pueblo. Que la gente pueda entrar sin que la vean de reojo. Esos reojos altivos que sólo pueden provocar un sentimiento de revancha.
Sin embargo, tengo la certeza de que las cosas pueden cambiar sin violencia, sin destrucción. Que es posible proceder a una desacralización de la cultura y de los museos. El caso del museo Beaubourg, tan criticados el sitio y la arquitectura durante su construcción, puede servir de ejemplo: se levantó un edificio que se compara a una refinería y a una feria, con sus tubos y parte de sus intestinos en el exterior, tubos pintados de colores audaces, invitadores, atractivos. Una arquitectura antisolemne, casi cómica, que no puede inspirar absurdos respetos y miedos. Así, hoy, el museo es visitado por jóvenes, adultos, de todas edades, de todas clases. El piso de la biblioteca, donde el acceso a los volúmenes es libre, sin necesidad de llenar fichas, está siempre repleto. Para admirar las grandes exposiciones temporales hay que hacer colas larguísimas, pero nadie se queja, hay un ambiente de fiesta en esas filas. No se puede negar, la arquitectura de un museo es decisiva si se quiere dar otro ambiente y otra cara, más atractiva, menos solemne, a la cultura.