Exclusión y retroceso
Con los golpes a la democracia tramados desde el poder y en apariencia capitaneados por el presidente Fox se han destapado las cortinas de cielo raso que disfrazaban la profunda división clasista de México. Ahora la sociedad se presenta a la intemperie, escindida en dos grandes bloques: izquierda y derecha. La dura polarización ha desfigurado el centro. Las elecciones pasadas lo muestran con claridad meridiana. De un lado se situó el PAN y su recoleta partida de yunqueros. Del otro, la coalición Por el Bien de Todos. A la derecha panista, cada vez más fundamentalista y retrógrada, se adhirieron ciudadanos acicateados por el temor y el odio hacia el peligro con que se tildó a López Obrador. Pero lo fundamental ha sido lo incomprensible, lo inasible que resulta este personaje para los grupos de presión atrincherados en la cúspide decisoria.
Con ello se dio la pelea el 2 de julio y con esa endeble mezcla de electores Calderón aspira a gobernar. El PRI quedó atrapado en una postura indefinida, nebulosa, que a veces reactiva su crítica al oficialismo pero siempre acarrea los lastres del pasado, a veces de manera suicida. No puede reaccionar con oportunidad en este acomodo que lo condiciona y envuelve. Trata de actuar como bisagra entre los dos grandes bloques ideológicos, pero en este intento se diluye y pulveriza.
La descarnada lucha por el poder ha destapado, repito, la profunda división clasista de la sociedad mexicana. Algunos interesados la atribuyen al belicoso discurso de AMLO: rasposo, bravero, anquilosado. Otros, más rebuscados en su retórica, la acicalan con despectivos gratuitos y citas notables, le achacan a los apoyadores de la coalición el uso de fetiches (el Che, Mao, hasta Stalin) ya superados pero neciamente llamados para engordar sus pretensiones de triunfo. Insisten, tales críticos y denostadores, en soslayar la realidad previa, labrada con fiereza en el curso de los últimos 25 años de un neoliberalismo rapaz, ineficiente y descarnado. Pero, más que todo ello, se olvidan del despegue, inesperado, veloz, de una rala capa de privilegiados hacia la acumulación de poder y riquezas desmedidas. Estos sujetos han hecho suyos todos los botones de mando en la República. Se han apoderado del gobierno y lo usan para su propia conveniencia y reproducción. Encontraron una ruta funcional para disfrazar sus privilegios y defender las posiciones ya alcanzadas; recurren, con frecuencia obsesiva, al estado de derecho, es decir, la sujeción a la ley y la preservación de las instituciones como valores supremos de la convivencia.
En los países que, como México, tienen un desarrollo deformado, se descubre, casi por gravedad, el poco respeto, la negativa rotunda, el ninguneo de, precisamente, ese estado de derecho. Desde abajo, desde las bases de la sociedad, las instituciones que rigen la vida organizada, no son vistas de similar manera y hasta pueden ser diametralmente apreciadas respecto de aquellos que las imaginan, usan y recrean.
Desde arriba, ciertas instituciones son las encargadas del control, de instrumentar el mando, de hacer vigentes las normas, las que empujan y soportan, las vigilantes del cumplimiento cabal de las reglas del juego. Pero desde abajo son las que oprimen, las que facilitan el abuso, las que lastiman al débil, las diseñadas para perpetuar el sometimiento propio. Las que se tiene que evitar en vez de acudir a ellas. Las actitudes hacia las leyes e instituciones, según el escalón social, económico o cultural que se ocupe, difieren de manera tajante, esencial. Para los que están acostumbrados al mando, para los que usufructúan las mieles de la riqueza (a veces en ofensiva abundancia), los educados, para los que están en la ruta de llegar al éxito, los responsables, para los que se sienten parecidos a los de arriba, (aunque no lo sean y nunca lleguen a serlo), para los que imaginan su creación o perfeccionamiento, las instituciones y las leyes son indispensables para la unidad de la nación, para el funcionamiento correcto del gobierno, para la eficaz producción de riqueza, para ocupar un lugar decoroso y digno entre las naciones, para el orden y la proliferación de valores colectivos. En una palabra, para crecer y desarrollarse. Para los de abajo, en cambio, son, con frecuencia, organismos dañinos, perversos, corrompidos, malos, a los que hay que trampear, darles la vuelta, engañarlos y, a veces, destruir.
A eso se ha llegado cuando las diferencias se ahondan entre los hombres y las mujeres de un mismo pueblo. A ese terrible estado de incomprensión mutua, de cinismo, de división, de maneras opuestas de ver y entender lo que sucede, de narrar la historia, de enfrentar la vida, se arriba cuando las diferencias de clase se ahondan. Y mucho de ello se agrava cuando, en la cúspide de la sociedad, se encarama un grupo de mandones incapaces de auscultar el estado de salud de la nación, de tomarle el pulso al sentir popular. Ellos se ocupan de acrecentar sus riquezas, su poder, de preservar y ensanchar su influencia y privilegios, de pulir sus oropeles e imagen. Son estos sujetos los que han decidido, además, impedir que la izquierda los sustituya, que los acompañe en la dirección nacional. Han rechazado, de manera tajante, que una propuesta de cambio, fundada en la justicia colectiva, los obligue a moderar sus ambiciones. Son los que han impedido, por todos los medios a su alcance, eso que se considera como el necesario, el humano cambio de las instituciones que se tienen y que debieron ser empleadas para el bienestar del pueblo y no para su propio usufructo. Los costos de tan cruento esfuerzo y satrapía todavía ni se vislumbran, se temen, pero que ya se les ve como un horizonte ineludible.