Migajas del presidencialismo
Desde el siglo XIX, el dilema más antiguo de la política mexicana ha sido la estabilidad del Poder Ejecutivo. Entre 1824 y 1857, el tema de la sucesión presidencial fijó el centro de una República que se reveló una y otra vez como incapaz de producir reglas e instituciones que aseguraran la legitimidad y la soberanía de un principio predecible de autoridad. Lo que dominó la lucha por el cargo máximo de la representación nacional fue la revuelta, la asonada, la guerra civil. Por el puesto se sucedieron decenas de presidentes, hasta llegar a la catástrofe de la intervención europea. A partir de 1870, todo parecía volver atrás. Porfirio Díaz se rebeló dos veces, una contra Juárez, la otra contra Lerdo, hasta que logró hacerse del poder nacional. Ahí permanecería hasta 1911. Díaz construyó, más que una Presidencia, un poder metalegal, un poder de poderes que devino el sistema de referencia del Estado mismo. Y encontró las claves de la única (y fatal) ecuación que sería funcional a lo largo del siglo XX: el presidencialismo aseguraba la estabilidad económica y política, y la estabilidad consagraba y reproducía al presidencialismo.
Es obvio que la Revolución Mexicana, que se inició con un conflicto en torno de la sucesión presidencial, no logró modificar este tejido. Por el contrario, lo amplió, aunque con un matiz esencial: el poder ya no sería de un hombre único, sino de un partido único.
La época de la erosión de esta simbiosis se inicia en 1988. Se abre paso un sistema electoral más o menos competitivo, proliferan los órganos de prensa, las estaciones de radio y las televisoras, emerge (vagamente) una conciencia ciudadana. Pero todas las instituciones que aseguran el tránsito se encuentran impregnadas por una autoridad que, como la de Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, decide (o cree decidir) por encima de todas las demás autoridades. Ya en 1997, el propio Zedillo descubre que, bajo este nuevo híbrido, la Presidencia carece de la eficacia que la percepción pública le atribuye. Sólo así se explica su distanciamiento frente a la contienda electoral de 2000. Pero lo que queda, sin duda alguna, es la ilusión de ese cargo como el sitio fetiche del anclaje central de la política. Una ilusión, digamos, real, histórica, fabulatoria. ¿Qué es la política si no un juego de ilusiones simbólicas?
Visto a seis años de distancia, lo que asombra del cambio de 2000 es la gigantesca distancia que se abre entre la realidad concreta de lo que es la Presidencia, ya acotada por el Congreso, la opinión pública y su propia desgaste, y la supervivencia de lo que se podría llamar la idea de la Presidencia como una institución omnipresente. Idea poderosa que moviliza no sólo las agitadas cabezas de algunos políticos, sino las mentalidades de la mayor parte de la población. Realidad que Fox descubre en Los Pinos, convierte en la tabla de salvación de un naufragio que comienza desde que pierde el conflicto en torno al desafuero en 2004 y que se empeña en preservar evadiendo todos los intentos de despresidencializar las prácticas de la política mexicana.
Una de las posibles explicaciones de la crisis electoral de 2006 proviene en cierta manera de esta contradicción. Tanto Felipe Calderón como Andrés Manuel López Obrador parecen convencidos de que quien obtenga la Presidencia es capaz de succionar la legitimidad del contrario, de reducirlo a su expresión testimonial. Lo que en algún momento comenzó como una lucha ávida por la Presidencia acabó por convertirse (debido a los cerrados resultados) en un conflicto movido por el miedo. El peor momento de una contienda electoral es cuando los contrincantes están convencidos de la necesidad de ser necios. Y ese miedo, que es real y racional, proviene de la fuerza social, cultural y política que significa no a la Presidencia sino a la idea de una Presidencia fuerte. Una idea que mueve los imaginarios de una nación pero ya no sus maquinarias sociales e institucionales.
Para desmontar la fuerza de esa idea es preciso deconstruir un régimen político, labor que la sociedad inició desde el año 2000 y que el foxismo intentó detener a toda costa.
Las declaraciones recientes del presidente Fox, tratando de imponer al tribunal electoral el triunfo de Calderón, confirman esta tendencia. Lo peor que podría pasar para el futuro inmediato de estas elecciones sería que el tribunal apareciese como un simple peón de una figura cuyo patetismo ya pospuso las transformaciones esenciales de un régimen cuya única posibilidad de sobrevivencia reside en su capacidad para sepultar al presidencialismo.