Entre el dolor y la esperanza
Oaxaca, nuestro estado libre y soberano, tal como fue definido por el movimiento de la Independencia en el año de 1823, como en algunos otros momentos de su historia, está al borde de una guerra civil. Esta dolorosa situación es producto de las agresiones e injusticias a que hemos sido sometidos diversos sectores de la sociedad oaxaqueña, en particular los pueblos indígenas, por un régimen político y económico que ha privilegiado sus propios intereses, muy por encima de los reclamos y las aspiraciones comunes de las mayorías.
No debería ser así. Ningún pueblo, ninguna sociedad, busca por deseo espontáneo el levantamiento o la confrontación con las autoridades establecidas. Pero la indignación y el hartazgo contra las sistemáticas injusticias de las autoridades permiten, incluso justifican, la necesidad de una rebeldía, civil y pacífica, como ahora lo estamos viendo y viviendo en Oaxaca.
Antes del recordado 14 de junio, fecha en que la policía del gobierno estatal intentó desalojar a los maestros del zócalo capitalino, las calles del Centro Histórico eran permeadas por las demandas magisteriales, en particular el tema de la rezonificación, como parte de la rutina anual del magisterio democrático oaxaqueño. Con el intento de desalojo, el gobierno estatal mostró su verdadero rostro de violencia, tal como impunemente lo han venido haciendo en nuestros pueblos indígenas para tratar de acallar las demandas de autonomía y justicia.
Ante este hecho atroz, los habitantes de la ciudad y del campo salieron de sus casas para decir no a la violencia. La violencia oficial e impune fue la gota que derramó el vaso en un contexto de agravios acumulados. Fue la violencia el talón de Aquiles de un gobierno que se dedicó a promover el encono y la confrontación entre hermanos y pueblos. Así fue como ellos mismos crearon el escenario de ingobernabilidad que ahora parece ahogarnos a todos.
Desde entonces en Oaxaca hay la suficiente claridad para decir que ninguna persona puede usar la violencia, sea verbal o física, como método de gobierno. Y quien quiera usarla se descalifica a sí mismo como gobernante. Y este es quizá el argumento más contundente para que el gobernante oaxaqueño que haya recurrido a la violencia renuncie al poder que ya no tiene, o en su caso intervengan las autoridades federales, en particular el Senado de la República, para que declare la desaparición de los poderes estatales y nombre un gobierno provisional. Lo anterior no como una condición, sino en ejercicio de un derecho ciudadano y en atención a las responsabilidades que la Constitución señala.
Sin embargo, los oaxaqueños no debemos quedarnos sólo con la destitución del gobernante en mención. Como atinadamente lo ha propuesto un numeroso colectivo de autoridades indígenas y representantes de organizaciones de la sociedad civil que participan en la Asamblea Popular del Pueblo de Oaxaca, hace falta un nuevo pacto social, que refleje las demandas y las aspiraciones de los diversos sectores y pueblos de Oaxaca y reconstruya el tejido social que hasta ahora ha sido dañado por el régimen político y jurídico imperante.
Fundados en este nuevo pacto social, debería revisarse la ya muy gastada y rebasada normatividad jurídica oaxaqueña, para dar paso a una nueva Constitución y a nuevas leyes que rijan la vida colectiva, en un marco de respeto a la pluralidad y a la diversidad que caracteriza nuestra entidad. En este contexto habría que instituir una nueva forma de gobierno, tal como lo establece el artículo 27 de la actual Constitución del estado, y sobre todo revisar la relación con la Federación, tomando en cuenta que muchos de los cambios que se demandan requieren de transformaciones en el ámbito nacional.
Frente a la intransigencia y la represión que peligrosamente se han desatado en Oaxaca, el método para hacer posible este nuevo pacto social es el diálogo. No hace falta más derramamiento de sangre, ni más confrontación con el otro, para entender que se necesita una verdadera voluntad política de diálogo que vaya más allá de la demagogia. Este diálogo, a fin de que no esté sujeto a los vaivenes de las partes, necesita ser regulado por unas normas mínimas, que determinen las bases, la agenda, la metodología y los procedimientos necesarios para atender de manera justa y digna las demandas y aspiraciones de los oaxaqueños. Particular atención habrá que prestar a los mecanismos de seguimiento y exigibilidad de los acuerdos pactados, a fin de que no queden, como ha sucedido en otros casos, en el incumplimiento por alguna de las partes.
Paradójicamente, pese al momento difícil en el que estamos ahora, en Oaxaca se pueden estar poniendo los primeros cimientos hacia la construcción de un nuevo país. México vive momentos cruciales en que no bastan los cambios superficiales, sino que se requieren transformaciones sustantivas que trasciendan las cuestiones coyunturales y atiendan de manera profunda las justas exigencias de democracia, libertad y justicia que estamos planteando diversos sectores y pueblos. En esta lucha, todos estamos llamados a aportar nuestro grano de arena, y los oaxaqueños tenemos la esperanza de que las semillas que ahora estamos sembrando sirvan para que el día de mañana México tenga un nuevo amanecer.
* Abogado mixe especialista en derecho indígena, integrante de Servicios del Pueblo Mixe