EJE CENTRAL
El lápiz de Aladino
Don Germán vino a mostrarnos el diploma que lo acredita como alfabetizado. Se considera millonario y libre desde que puede escribir todas las letras. Como si se tratara de un capital, decidió invertirlas en contar. Le pregunté si estaba pensando en escribir su autobiografía. Don Germán se rascó la nuca y movió los dedos de la mano izquierda, como si los deslizara por la encordadura de su guitarra: estaba contando los años de su vida: "Voy para 80. La cosa sería muy larga y no creo disponer del tiempo necesario para decirlo todo, pero lo pensaré".
Don Germán ha tenido que ejercer varios oficios. Empezó siendo albañil, después carpintero, luego soldador. El precio del aprendizaje está escrito en su cuerpo. Con orgullo muestra la falange trunca, la cicatriz en la frente, el pómulo hundido: medallas ganadas en su lucha por sobrevivir.
Su último oficio fue el de taquero. Lo ejerció durante siete años, pero reconoce que jamás pudo igualar la sazón y habilidad de sus colegas llegados de San Nicolás Buenos Aires, Puebla. Desde 1985 don Germán cuida una pensión de automóviles. Allí vive en un cuarto. Enfundado en unas botas de goma altísimas, se la pasa lavando y puliendo carrocerías. Antes de alfabetizarse, al término de su trabajo se instalaba en un banquito de madera, a la entrada de la pensión, para ver los periódicos y revistas que adquiría sólo los domingos. Las fotos le brindaban motivos de asombro y diversión el resto de la semana.
Por las noches, para ahuyentar la soledad y el insomnio, se ponía a tocar la guitarra. Entre los ruidos nocturnos cada vez más abrumadores escuchábamos con agrado su amplísimo repertorio. Lo oímos con menos frecuencia desde que se alfabetizó. Relacioné su abstinencia musical con su decisión de ponerse a contar su vida. "Qué pasó, don Germán, ¿por fin se decidió a escribir su autobiografía?"
Como siempre que está en un atolladero, don Germán se rascó la nuca: "Volví a hacer cálculos y reconocí que el tiempo no me alcanza para tanto, a lo mejor ni para lo que estoy pensando en hacer: hablar de mis abuelos. Ya empecé, pero me gana el llanto al ver lo que perdí cuando ellos murieron. Un día le muestro lo que estoy escribiendo, para que me diga si voy bien o me regreso".
II
Don Germán no habla mucho de su vida. Algunas veces me ha contado que se casó a los 31 años. Su único hijo, Claudio, se fue a Estados Unidos en 1979. Ya que don Germán y doña Refugio no sabían leer, nunca les escribió. Al principio los llamaba por teléfono, pero dejó de hacerlo desde el 83. Claudio no sabe que su madre murió ese mismo año y don Germán ignora si tiene nietos. Pensé que ese vacío lo impulsaba a contar la historia de sus abuelos.
Ayer, cuando le entregué las llaves de mi coche, don Germán me dio una magnífica noticia: lleva dos páginas escritas. Justificó la lentitud argumentando que con mucha frecuencia tiene que interrumpir la redacción porque el llanto le nubla los ojos. Las emociones lo avasallan cuando recuerda momentos de felicidad al lado de sus abuelos.
Le recordé su promesa de enseñarme su trabajo conforme fuera avanzando. Se rascó la nuca: dudaba si debía respetar nuestro arreglo y exponerse a que me burlara de su mala letra. Le dije que la mía ni yo la entiendo y con frecuencia consulto el diccionario para evitar faltas de ortografía.
El rostro de don Germán se iluminó. Acababa de recordar algo que piensa incluir en su relato: cuando iban a comer, su abuelo, que también era analfabeto, para que alcanzara la mesa le ponía en su sillita un libro enorme que había encontrado en un basurero. Nos reímos. Eso lo convenció de mostrarme sus avances en la escritura.
III
El cuarto que ocupa don Germán tiene forma triangular. Hay un catre, una silla, una mesa, una estufita eléctrica, huacales encimados que forman un trastero. Los únicos aparatos son un radio y el televisor. Por las paredes sube un amasijo de cables, pero no hay retratos. Al fallecer su esposa, don Germán los quemó todos. Pensó que al morir no habría hijo, y quizá tampoco nietos que los miraran con emoción.
Me aclaró que antes de encender la hoguera procuró memorizar las pocas imágenes familiares que tenía. Las conserva tan bien grabadas en su mente que parecen de bulto. Cuando muera serán definitivamente sepultados junto con él sus cuatro seres más queridos, y todo, agregó, por el precio de una fosa y un ataúd.
Vi sobre la mesa un cuaderno abierto y un lápiz nuevecito cuya punta invitaba a escribir. Al tomarlo, don Germán recordó lo que su abuelo decía: "Los lápices amarillos son como lámparas de Aladino, pero hay que saber frotarlos para que arrojen todas las palabras que llevan dentro".
"Ya comencé a sacárselas", me dijo señalando el cuaderno. Me acerqué y leí: "En vida mis abuelos se llamaron Joaquín Godínez y Rita Patiño. Para mí de chico eran nada más Papá Joaquín y Mamá Rita. A ella le gustaba sentarse en el suelo a tejer y que yo estuviera a su lado. Por eso digo que me enseñó a ver el mundo desde abajo.
"Mamá Rita siempre estaba ocupada. Nunca tuvo tiempo de jugar conmigo ni me permitió salir a la calle para hacerlo con otros niños. Temía que un robachicos pudiera llevarme y cómo iba a entregarles malas cuentas a mis padres cuando regresaran por mí.
"Ellos eran ferieros. Andaban de un pueblo a otro detrás de las fiestas patronales. De la última volvieron muertos. Mi abuela ordenó que los acostaran en el suelo sobre unos petates. Me llamó a su lado y me explicó lo que significa que una persona se muera. No entendí nada, pero me agarró un dolor muy grande.
"Papá Joaquín me enseñó a ver el mundo desde arriba. Cuando salíamos de paseo me montaba en sus hombros. Desde aquella altura todo era muy distinto. Yo me creía un gigante capaz de mirar por las ventanas de las casas o de sentir las ramas bajas de los árboles acariciándome la cara.
"Los recuerdos más bellos que conservo de mi abuelo se relacionan con los domingos. Temprano hacía que mi abuela me bañara y me pusiera ropa limpia. Los tres juntos agarrábamos un tranvía para ir de paseo. Mi fiesta comenzaba desde que veía al conductor mover las palancas de fierro. Algunos que ya me conocían me preguntaban si de grande iba a ser motorista.
"Nos sentábamos en las bancas de madera. Mis abuelos siempre me permitían acomodarme junto a la ventanilla. Con la frente apoyada en el vidrio veía las calles, las casas, las personas. Muchos años más tarde, cuando entré por primera vez a un cine y vi la pantalla, me pareció que la película era como otro viaje en tranvía con mis abuelos.
"Casi siempre íbamos a Chapultepec porque no costaba. Ver el castillo rodeado de árboles me hacía imaginarme que era un barco navegando en un mar verde. Ya lo había visto en un periódico. Mi abuelo me lo mostró y me prometió que alguna vez me llevaría a conocer el mar de verdad.
"Como muchas otras promesas, quedó incumplida. No fue su culpa: nunca tuvo dinero para llevarme más allá de Chapultepec. Sobre sus hombros viajé siempre más lejos, hasta donde alcanzaba la mirada. Ahora que sé leer y escribir siento que vuelvo a vivir esos tiempos. Es como si mi abuelo no hubiera muerto".
Allí termina lo que escribió don Germán. Le pregunté por qué había suspendido su relato. Me contestó: "Ya le dije que a veces la emoción me nubla la vista, pero mañana voy a seguirle. Mi lápiz es de verdad como una lámpara de Aladino: al escribir sobre mis abuelos siento que otra vez los veo de bulto".