Usted está aquí: domingo 27 de agosto de 2006 Opinión La lectura desatada

Bárbara Jacobs

La lectura desatada

"A esta invitación a la lectura permítanme jóvenes empezar por cerrarles la puerta en las narices", nos espetó Lunas una por otra parte alegre mañana. Era la víspera de un viaje largo que nuestro profesor iba a hacer y por el cual nos había cambiado la hora de clase, que era por las tardes, cuando ya se hubiera metido el sol.

Si todos los alumnos a los que desafió con semejante saludo cursábamos la preparatoria, era claro que mal que bien sabíamos leer. Y él lo sabía. Pero Lunas nunca soltaba despropósitos; de modo que tras el portazo nos puso a pensar. ¿Qué nos había querido decir?

No se refería a nada elemental. Le constaba que entendíamos la diferencia entre los analfabetos y nosotros. "La realidad no existe mientras no la sepamos nombrar", había declarado en más de una ocasión; "Y la realidad se desvanece si no la capturamos en signos, sean éstos imágenes o palabras, que son imágenes también, aunque no sólo visibles, sino pronunciables." Según él, en este concepto se encontraba contenida la historia de la humanidad, en los jeroglíficos, en las cuevas de Altamira, en el registro de las cosas y en su comunicación, comprensible por otros.

No era tan afecto a que conociéramos paso a paso la evolución del lenguaje como a que nos diéramos cuenta de que sin él nuestra mente tampoco habría visto la luz. "Sin la lectura, ustedes vivirían en el útero materno", llegó a advertirnos. Al zarandearnos, su intención era hacernos ver que la lectura no sólo nos hacía poner los pies sobre la tierra sino que conseguía que lo disfrutáramos.

"¿No despierta su curiosidad que existan idiomas antiguos, quiero decir, de hace millones de años, que todavía no se hayan descifrado o, como el maya, por lo menos no del todo? ¡Qué delicias no nos depararán!" Nuestro maestro se esmeraba en transmitirnos que aprender a disfrutar la actividad de leer era una herramienta tan esencial que transformaba la perspectiva de vivir. "De no querer, a querer", reía; "de amanecer con deseos de no haber amanecido, a despertar y de un brinco acomodarse a leer."

Entre nosotros comentábamos que las sentencias de Lunas eran buenas, pero exageradas. O por exageradas, como ilustraciones caricaturescas, con efecto inmediato, aunque a veces anterior a su comprensión. "No importa lo que lean, pero lean", era capaz de sostener. "Dejen ya de pensar en sus propios problemas, grandes o pequeños, y lean. Piérdanse en los mundos de los problemas de los demás", nos ordenaba, un adivino que sin mayor averiguación encuentra el centro del nudo, pues, si algo nos sucedía en la primera juventud, era eso: nos encontrábamos tan inmersos en nuestro interior, o nuestra vida interior nos invadía tan desbordantemente, que impedía la entrada del exterior. Estábamos en el fondo del pantano de la adolescencia. Sabíamos leer, ciertamente; pero, ¡no podíamos!

Teníamos atrofiada la facultad de la atención, de la concentración; no había despertado en nosotros otra curiosidad que la del pelo largo ni otra conciencia que la de los intereses cortos. Leíamos; pero pasando de noche nuestras lecturas. Parecía que no hubiéramos leído nada; si queríamos educarnos, tendríamos que volver a empezar. "Nunca se termina de aprender", sentenciaba Lunas; "¿De qué se extrañan?"

La mayoría de sus alumnos se trataba potencialmente de lectores comunes. Muy pocos se dedicarían a oficios o profesiones para los que la lectura especializada habría de ser una herramienta esencial en su vida de trabajo. Pero cuando Lunas nos puso en duda como lectores se refería a todos, al lector común entre nosotros tanto como al especializado. Sabíamos leer, insisto; pero, salvo por Lucrecia, ¿sabíamos leer?

"No está de más que pongan en marcha la lectura borrador", reía nuestro profesor; "No dejen de leer, aunque sigan dormidos, compañeros de sueño." Para Lunas, la lectura borrador consistía en leer lo que fuera con tal de no abandonar la práctica; con la esperanza de que la lectura hiciera despertar en nosotros el placer de leer. "Lean; trivialidades y hasta basura; pero lean, muchachos." Por venir de él, su lista de literatura borrador era sorprendente. Incluía las novelas rosas, la literatura infantil, la pornografía, las tiras cómicas, los diccionarios, los instructivos, los libros de grandes ventas, las historietas, los libros de autoayuda, la página roja de los diarios, la de sociales, las revistas femeninas. "Lean, jóvenes; y despierten."

"Cuando abran los ojos, pero sólo entonces, estarán preparados para pasar de la lectura borrador a la lectura desatada", pronosticó Lunas. "¿Y cuál es ésa?", preguntó Enrique, desafiante, en su papel de líder de los antilectores del grupo. "La que usted tiene enfrente y no ve", lo calló Lunas; "La que desde la época de los sumerios en forma oral y hasta nuestros días en forma escrita ha entretenido a los Lucrecias de la humanidad, a gente dispuesta a dejar de ser animal irracional", y con estas razones de un golpe cerró el libro sobre el escritorio y, abanicando con la mano el polvo que escapó de las páginas al cerrarse, nos dio las buenas tardes y salió del salón.

 
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